lunes, 26 de diciembre de 2011

Don Juan Tenorio

Galería de Inmortales

               DON JUAN TENORIO
                                      Francisco Chaves Guzmán
Me hacéis reír,
don Gonzalo,
pues venirme a provocar
es como ir a amenazar
a un león con un mal palo.
(Don Juan Tenorio, J. Zorrilla)

     Estamos en un patio andaluz que parece un decorado de los Álvarez Quintero. Es decir, estallan geranios, resplandecen rejas y Don Juan se abanica, sentado en un sillón de enea. Yo ocupo otro igual, en ángulo recto con el suyo, junto a un botijo. Sobre la mesa, frente a nosotros, un encaje hecho a ganchillo, y sobre éste dos catavinos con manzanilla. Junto a la escalera que se abre al piso principal, un gato sestea. Estamos en Sevilla.
     Don Juan me pregunta si me manda traer un abanico. Le contesto que en mi región no se lleva el que los hombres se abaniquen. Ríe con suficiencia.

     Don Juan.- Pues no sabe lo que se pierde... claro que yo no voy a tratar de desengancharle de sus costumbres. Pero al grano, ¿qué desea que le cuente?
     Periodista.- Todo
     Don Juan.- ¿Todo? Ese todo está en docenas de poemas, de obras de teatro, de novelas. En cientos de ensayos, en miles de artículos. ¿Qué más pretende que conozcan sus lectores?
     P.- Algo inédito sobre su alma sevillana.
     Don Juan.- ¿Alma sevillana? Pero si yo nací norteño. Aprendí a andar en las cantigas gallegas, después emigré a Europa, en los cantares de gesta. Y sólo vine al sur cuando la fama se desparramaba de mis alforjas. Vivo en Sevilla de mis rentas.
     P.- Me refiero a su alma sevillana por adopción.
     Don Juan.- Mire: yo soy un ciudadano del mundo que acrecienta su hacienda cada vez que un escritor se decide a imaginar unas cuantas tonterías sobre mí. ¡Se han escrito tantas!
     P.- Pero la fama de usted depende de ellos.
     Don Juan.- ¡Lo sé! Y les estoy agradecido... aunque escriban tonterías. Sin embargo existen diferencias: hace quinientos años quedaban fascinados por mi reputación, hace doscientos y trescientos querían manipularme políticamente, ahora sólo pretenden el sueldo de una editorial. El mundo está degenerando.
     P.- No tiene usted buena opinión de los tiempos actuales, me parece.
     Don Juan.- ¿Y cómo quiere que la tenga si los comendadores de hoy dan por restablecido el honor de sus hijas cuando un juez fija una cantidad económica como compensación? Junto al honor se ha perdido la inocencia.
     P.- Es una forma civilizada de arreglar los contenciosos, de conseguir la paz social.
     Don Juan.- ¿Usted cree? Yo antes pienso que la Justicia, empecinada en llevar los ojos vendados, no observa en su propio espejo cómo adopta los rasgos del alcahuete, que en absoluto le atañen. Yo no entro en ese mercadeo.
     P.- ¿Quiere decir que se ha retirado? ¡Esa sí que es una primicia para mis lectores!
     Don Juan.- Ya empieza a inferir tonterías... como casi todos. ¡Genio y figura!... hasta la sepultura. Existen, entre los mares y los montes, tantas formas de burlar...
     P.- ¿Sigue siendo, pues, su divisa esa tan cínica de "largo me lo fiáis"?
     Don Juan.- Con más razón que nunca: en la galería de los inmortales el tiempo es infinito.
     P.- Y doña Brígida, ¿le sigue echando una mano de vez en cuando?
     Don Juan.- ¡Calle! Está como enfurecida desde que le ha salido tanta competencia desleal... ¡Pobre! Con los servicios que ha prestado a la humanidad...
     P.- Sí que es triste condición... ¿qué le interesa más, las conquistas o la inmortalidad?
     Don Juan.- La inmortalidad, que me permite conquistas infinitas. A veces no hace falta ni mover un dedo, ¿sabe?
     P.- ¿Quién cree usted que ha prestado mejores servicios a su inmortalidad, Tirso o Zorrilla?
     Don Juan.- Todos por igual. Mi caso es un continuo histórico, en el que todos han intervenido como piezas de un engranaje perfecto. ¿Qué me dice de Byron, de Molière? Sin embargo, tengo una debilidad, Mozart. ¡Qué prueba de amistad, llevarme a la ópera, a mí, que no tengo la menor sensibilidad musical!
     P.- ¿Y Said Armesto?
     Don Juan.- Su aportación fue muy importante. Otra pieza insustituible del engranaje. Pero él no me amaba.
      P.- ¿Le amaba acaso Marañón? ¿O Gonzalo Lafora?
      Don Juan.- No hay peor plaga para la humanidad que los científicos con ínfulas metafísicas. Carecen de poesía.
      P.- Como su espada.
      Don Juan.- Mi espada es juego y es poesía, porque está al servicio de la imaginación. Pero mi éxito no depende de la esgrima, sino del arte de la seducción.
      P.- ¿No ahondamos en Marañón?
      Don Juan.- ¿Para qué? Todo auténtico poeta tiene tras de sí miles de marañones fabricando pruebas falsas.
      P.- Que, a veces, coinciden con la realidad.
      Don Juan.- ¿Es usted un hombre o una estatua de piedra?
      P.- ¿Como el comendador?
      Don Juan.- Usted lo ha dicho. Pero aquello fue únicamente una obra de teatro: una utilización política.
      P.- A la que usted se prestó.
      Don Juan.- En la que yo me reí de la bobaliconería y beatería de muchos de ustedes.
      P.- Dicen que usted es un " intuitivo del amor", que una simple mirada le basta para descubrir, estudiar e hipnotizar a su presa. ¿Es cierto?
      Don Juan.- Lo dijo Gonzalo Lafora, pero es cierto. También dijo: "su ojo inquieto es certero como el de un matador de toros, que averigua al momento la psicología de su enemigo, apenas le ha trasteado con un pase de prueba". También es cierto. Aunque yo cambiaría la palabra "psicología" por la palabra "debilidades". Tenga en cuenta que mi arte no se basa en la utilización de una pócima mágica, sino en el conocimiento del alma humana.
      P.- ¿Podemos lanzar desde aquí un mensaje de tranquilidad a los papás, las mamás y las asistentas sociales?
      Don Juan.- En absoluto. Le recordaré un verso de Miguel Hernández: "¿quién al huracán retuvo prisionero en una jaula?".
      P.- ¿Es usted una fuerza de la naturaleza?
      Don Juan.- Véalo por sí mismo: no se pueden poner puertas al campo.
      P.- Le noto muy embebido de sí mismo.
      Don Juan.- Estoy seguro de que seré santo y seña de la próxima revolución. Le apuesto lo que quiera.
      P.- No me atrevo a apostar en su contra.
      Don Juan.- Así evita perder.
     En el reloj cercano suenan las doce, la hora del Ángelus. Don Juan da por concluida nuestra charla: “He de irme, no debo dejar que pase sin mi presencia el tiempo del recogimiento... ¡Ah, soy devoto de mi oficio!... y no olvide llevar un poco de optimismo a sus pobres lectores”.
     El gato continúa sesteando junto a la escalera, mientras las campanas tañen anunciando la llegada de Don Juan a su reclinatorio en la iglesia.

Publicado en Diario Lanza el 26 de Diciembre de 2011

lunes, 19 de diciembre de 2011

Max Demian

Galería de Inmortales

                         MAX DEMIAN
                                                         Francisco Chaves Guzmán

Ningún hombre ha sido nunca
por completo él mismo.
Pero todos aspiran
a llegar a serlo.
(Demian, Herman Hesse)

      Cinco meses me ha hecho esperar Max Demian, al otro lado de la línea telefónica. Para comunicarme, por boca de un lacayo -"el señor no quiere que le moleste: usted sería la última persona a la que concedería una entrevista"- que me había hecho perder el tiempo.
     Pero no soy de los que se dejan amilanar por las malas maneras: así pues, he decidido inventarme este diálogo e imaginar que tiene lugar con un tablero de ajedrez entre ambos, con las fichas en posición de batalla. Alguien podría pensar que tal cosa no es muy ética, pero yo estoy decidido a no perder esta entrevista. Cosas peores se han hecho para conseguir una exclusiva

     Max Demian.- Le advertí que no deseaba recibirle. Tengo muy malas referencias suyas.
     El Periodista.- Ha intentado tomarme el pelo una vez más, dándome largas innecesariamente.
     Max.- Usted no tiene derecho...
     P.- ¿Que no? Dialogar con los personajes de los libros es un derecho inalienable del lector.
     Max.- Que yo no le concedo.
     P.- No querrá que los lectores nos traguemos, sin ponerlo en duda, todo cuanto un escritor quiera contarnos. Una obra de arte, considerada así, se parecería mucho a una consigna totalitaria.
     Max.- Usted no es aceptado en nuestra casa.
     P.- Ni usted en la mía. Una vez puesta de relieve la enemistad que nos une, ¿le importaría decirme qué buscaba usted en Emil Sinclair, su protegido?
     Max.- Ayudarle. Franz Kromer intentaba, haciendo uso de la fuerza, convertirlo en su esclavo.
     P.- No mienta: cuando usted hizo amistad con Sinclair, todavía no sabía de la existencia de Kromer.
     Max.- Sinclair estaba en peligro.
     P.- Sí: le acechaba el peligro de preguntarse qué había más allá del estrecho trozo de mundo que le habían asignado.
     Max.- ¡Exacto!
     P.- Y usted lo conjuró impidiendo que Kromer, hijo y nieto de obreros, tuviese influencia sobre él.
     Max.- Fue necesario.
     P.- ¿Y cómo consiguió quitarlo de enmedio?
     Max.- Es un secreto.
     P.- Que yo conozco.
     Max.- ¿Usted?
     P.- ¡Sí! Le amenazó con hacer públicos sus inconfesables pecadillos adolescentes. Es usted un chantajista de la peor ralea. Desde luego, mucho peor que Kromer.
     Max.- No le consiento que me insulte. Kromer intentaba llevar a Sinclair por los caminos de la depravación y la subversión.
     P.- ¿Cómo supo tal cosa? ¿Sólo casualmente?
     Max.- Esa insinuación es inaceptable. Yo salvé al muchacho de la peor de las desdichas, de una vida alejada de la virtud.
     P.- ¿Es usted un ángel?
     Max.- Sinclair me consideraba así.
     P.- ¿Cómo lo consiguió? ¿Contándole historias bíblicas trucadas, heterodoxas en apariencia?
     Max.- Necesitaba un juego que le alejase de sus incipientes malos pasos.
     P.- ¿O mostrándole sus músculos curtidos al aire libre y desarrollados en el gimnasio?
     Max.- Tuve que aplicarle pequeñas cantidades de virus de maldad para inmunizarle contra el mal. Le vacuné contra sí mismo.
     P.- Y luego le incitó a llevar a cabo un largo periplo de aprendizaje.
     Max.- Los jóvenes necesitan pisar el mundo, desasosegarse, vadear el lodazal.
     P.- Siempre que tengan un ángel-guía, ¿verdad? Y, más tarde, usted desapareció completamente de su vida para que él, consciente de su abandono, tuviera mala conciencia, ya que usted era su conciencia.
     Max.- Yo no le hubiese aportado nada en esos momentos. Podría pensar que le coartaba, impidiéndole ejercer su búsqueda.
     P.- Pero el viaje iniciático también estaba trucado.
     Max.- ¿Por qué piensa tal cosa?
     P.- Porque un rito de iniciación sirve para partir desde una nueva base, no para volver al mismo sitio.
     Max.- Es usted un demagogo.
     P.- Y usted un embaucador.
     Max.- Es un juicio carente de pruebas.
     P.- Usted engañó a Sinclair haciéndole creer que su viaje le llevaba a otro lugar. Sin embargo, al final del camino, encontró el mismo mundo burgués, los mismos prejuicios, las mismas creencias anquilosadas. Se había convertido en aquel de quien huía, no en aquel a quien buscaba. Luego estaba trucado, bien trucado.
     Max.- Es ahora un hombre responsable, honesto, casto y comedido.
     P.- No cabe duda: es usted un verdadero personaje de Herman Hesse.
     Max.- Hesse fue un gran hombre. Y un gran escritor.
     P.- Yo, contrariamente a lo que me dice, en cada ocasión que veo a un muchacho con un libro suyo bajo el brazo, me echo a temblar.
     Max.- Es usted un subversivo.
     P.- Y usted un moralista, que vive de vender pastillas de moralina en las puertas de los institutos. Y me parece que con nefastas consecuencias: ha dejado enganchados a muchos.
     Max.- Para mi mayor gloria. He conseguido arrinconar a todos los de su ralea, a cuantos se le parecen a usted.
     P.- Usted no puede disfrutar de su gloria.
     Max.- ¿Por qué no? ¿Quién me lo impedirá? ¿Alguno que se le parezca?
     P.- Usted es un espíritu puro, y los espíritus puros ni sufren ni disfrutan. En resumen, que usted no existe.
     Max.- ¿Que no existo?
     P.- Yo sé por qué no quiso concederme esta entrevista. No podía: porque no existe.
     Max.- Está diciendo disparates.
     P.- En absoluto. Herman Hesse quiso engañar al lector, indicando que el personaje de Sinclair era autobiográfico. Mentira: el personaje autobiográfico, el ángel-fuhrer, era usted. Y como Hesse ha muerto, usted no existe.
     Max.- Es usted una cloaca de perversiones.

      Imagino ahora que la entrevista finaliza en medio del estruendo formado por la patada que Max Demian ha propinado al tablero de ajedrez. Cuyas fichas vuelan a cámara lenta, para volver a caer en posiciones que presagian mi triunfo.
      ¡Jaque mate!, le digo. Y su imagen se desvanece.

Publicado en Diario Lanza el 19 de Diciembre de 2011

lunes, 12 de diciembre de 2011

Sally la Atómica

Galería de Inmortales

                      SALLY LA ATÓMICA
                                                     Francisco Chaves Guzmán

El muchacho:
"¿Por qué no te convertiste
en muchacha?"
El Fénix:
"Porque te amo a ti
tal como eres".
(Samarkanda, Antonio Gala)

 
     Un club de alterne, en una carretera de montaña de cualquier parte. Lo que llaman música es un ruido estridente y repetitivo. En las mesas cercanas a la nuestra, las chicas y sus clientes ponen precio a las caricias entre arrumacos esperpénticos. El deseo sexual y el deseo económico tejen algo así como una cortina de intereses alrededor de cada pareja, lo que nos permite ser invisibles durante nuestra plática.
     Enfrente de mí, Sally bebe té con hielo en un vaso de whisky. Va muy pintada, casi grotescamente pintada, y su cuerpo aparece enfundado en un mínimo vestido negro por cuyo escote rebosan dos esferas puntiagudas, que tienen vida propia. Cada vez que toma la palabra, hace un brusco movimiento de cabeza, hacia la izquierda y hacia lo alto, que le permite ondear su melena oxigenada. Al retomar la cabeza su posición normal, los ojos grises se pierden en un círculo mareante.
     Sally.- ¡Pero qué pasa! ¿Dice que me quiere hacer una entrevista?
     El Periodista.- Pues sí.
     Sally.- Mira que me han propuesto cosas en las casas de putas, pero esta novedad es el acabose.
     P.- Déjeme que le explique.
     Sally.- ¿Y en qué idioma piensa entrevistarme, en francés o en griego? Mire que no estoy para perversiones. Supongo que esto de no tutearnos formará parte de su rollo fetichista, para excitarse cuando me pregunte por la primera vez en que mi vecinito...
     P.- No me interesa usted como puta.
     Sally.- ¡Anda éste! ¿Pues como te intereso entonces, rico, como profesora de italiano? ¡Que te follen! Lo mejor será que te presente a Flori la Desesperada, especialista en bichos raros...
     P.- Quien me interesa es Sally la Atómica.
     Sally.- ¡Quién es usted! ¿Cómo conoce mi antiguo nombre de guerra?
     P.- El libro, la obra de teatro.
     Sally.- Yo no sé nada de libros.
     P.- “Samarcanda”. ¿No le dice nada ese título?
     Sally.- Es el único libro que tengo, el único que he leído y el único que hojeo todos los días de mi vida.
     P.- ¿Para comprenderse a sí misma?
     Sally.- ¿Cómo ha podido encontrarme?
     P.- Porque soy periodista. Y mi trabajo consiste en sacar a la luz las cosas que están escondidas.
     Sally.- No comprendo qué busca en mí.
     P.- La obra me ha hecho reflexionar...
     Sally.- Reflexión es lo que pedía su autor en el prólogo. Pero yo únicamente soy un personaje secundario, una ramera de paso, más insignificante que el perro Zegrí.
     P.- Me parece que no estoy de acuerdo. Creo que usted, Sally, es muy importante en la obra.
     Sally.- Por favor, no me llame Sally aquí. Ahora tengo otro nombre y no quiero que nadie conozca mi pasado.
     P.- De acuerdo, ha sido una falta de tacto. Como le decía, creo que usted es fundamental en la trama.
     Sally.- Pero, ¿qué quiere realmente?
     P.- Que me ayude a comprender los actos de Bruno y Diego. Nada más.
     Sally.- Pero si está clarísimo. Me di cuenta enseguida.
     P.- Ya lo imaginaba, aunque sobre el escenario usted parecía no enterarse de nada.
     Sally.- Oiga, que yo soy puta, pero no tonta. Y a los hombres los conozco con mirarles los zapatos.
     P.- Hábleme de ellos.
     Sally.- A Bruno le cogí la pluma en cuanto lo vi por primera vez.
     P.- ¿Sí?
     Sally.- A pesar de su apariencia de chulo, de duro, de vividor.
     P.- ¿Y a Diego?
     Sally.- Con él tardé un poquito más. Sólo un poquito más.
     P.- Pero usted se enamoró de ambos.
     Sally.- No es la palabra ni el sentimiento exacto. En realidad, deseaba colgarme una medalla.
     P.- ¿Qué...?
     Sally.- Imagínese un pistolero, en una película del Oeste, haciendo una muesca en su arma, cada vez que se carga a un tipo.
     P.- ¿...?
     Sally.- Nosotras hacemos una muesca en el pintalabios por cada maricón al que le cambiamos el gusto.
     P.- ¿Por qué?
     Sally.- Piense en el papelón que haríamos las putas si a los tíos les diese por enrollarse entre ellos. ¡La ruina!
     P.- ¿Y tiene muchas muescas?
     Sally.- ¡Ja, ja! ¡Montones! Pero no es sólo eso, que también interviene un cierto orgullo, una sensación de poder.
     P.- ¿Nada más?
     Sally.- Y también la obra buena que poder presentar a san Pedro en las puertas del Paraíso.
     P.- ¿Es creyente?
     Sally.- No lo dude. Y devota de la Blanca Paloma. ¿Se imagina a una puta atea?
     P.- De cualquier modo, en el caso de Bruno y Diego no tuvo usted éxito.
     Sally.- No lo tuve. Y eso que me lo monté con uno, luego con el otro y después con los dos juntos. Pero me equivoqué, perdí el tiempo. Claro que, al principio, yo no sabía nada.
     P.- ¿Del amor que se tenían entre sí?
     Sally.- Cuando dos tíos se cuelgan tanto, la experiencia dice que no hay nada que hacer.
     P.- Por eso se marchó.
     Sally.- Me di por vencida cuando empezaron a sentirse celosos por mi culpa.
     P.- ¿Siendo tan distintos entre ellos?
     Sally.- Tan distintos y tan iguales.
     P.- Uno, acción e individualismo. El otro, introspección y altruismo
     Sally.- A veces pienso que no eran sino las dos caras de una misma moneda. Que eran la misma persona con dos comportamientos distintos, pero no contradictorios, sino complementarios.
     P.- Y que es por esa razón que el segundo cayó muerto por los disparos dirigidos al primero.
     Sally.- Y por lo que se llamaban con montones de nombres distintos durante su conversación.
     P.- Porque pensaban que su dualidad constituía una característica común a todos los hombres.
     Sally.- Por eso murieron juntos, aunque uno aparentase permanecer vivo.
     P.- Pero, en ese caso, ¿por qué la utilizaron a usted como compañía sexual?
     Sally.- Porque los hombres tienen miedo. Para conjurarlo, tienden a negarse a sí mismos.
     P.- ¿Qué pintan en todo esto el hachís y la cocaína?
     Sally.- Los utilizaban con el mismo objetivo, el de entretenerse para no confesarse su amor.
     P.- Usted también tiene miedo.
     Sally.- Únicamente tengo miedo de dejar de ser puta. Por favor, váyase y no vuelva.
     En el aparcamiento se mezclan pesadamente los olores del tomillo, la gasolina y la marihuana. Algunos clientes maduros se hablan a gritos con voz etílica mientras orinan entre los automóviles. Un grupo de jóvenes ríe a carcajadas junto al porche. Un perro de raza indefinida pasea errabundo entre las ruedas.
     Se oye la voz de Sally: “Zegrí, Zegrí, bonito, ven aquí. Zegrí, ¿dónde estás?”

Publicado en Diario Lanza el 12 de Diciembre de 2011

lunes, 5 de diciembre de 2011

Encolpio

Galería de Inmortales

                          ENCOLPIO
                                                Francisco Chaves Guzmán

No puede beber
el infeliz Tántalo,
aunque esté metido en el agua
y acuciado por el deseo.
(El Satiricón, Petronio)

     Bañada por el mar Jónico, a los pies de los Apeninos Calabreses, Crotona vigila la entrada del golfo de Tarento desde las ventanas de sus casas, mezcla exhaustiva de ocres, amarillos y granates. Aquí nadie recuerda que frente a sus costas naufragó, hace dos mil años, la nave del legendario Licas, un trirreme que conducía al destierro a la lasciva Trifena. Según Petronio, árbitro romano de la elegancia, era entonces Crotona una ciudad que rendía culto al dinero y cuyos habitantes se dividían en dos clases: los que trataban de captar una herencia y los que eran captados.
     En una taberna del puerto, especializada en el servicio de vino con miel, me recibe Encolpio, tan joven, tan apuesto, tan bello como se nos relata en El Satiricón. La mar está en calma y el furioso aquilón no desmembra el velamen de los modernos navíos allí fondeados.
     Encolpio.- Me sorprende su interés. No acostumbro a concitar otra atención que la de los círculos más eruditos, que la de los estudiosos más recalcitrantes. Por tal razón, una entrevista periodística es algo totalmente inesperado para mí.
     Periodista.- Imagínese que nuestro pensador Menéndez y Pelayo consideraba un crimen traducir El Satiricón a las lenguas vulgares. Por respeto al latín, decía.
     Enc.- Pues mi latín no era precisamente una exquisitez.
     P.- Quizá por eso le tenía respeto a la obra, porque podía escandalizar a los no muy letrados.
     Enc.- ¡En verdad que existen intelectuales preocupados por la moral privada! ¡Menos mal que Fellini no era de su ralea!
     P.- El hecho de que Fellini llevase al cine sus aventuras constituyó un acto revolucionario. No tanto por lo que contaba, sino porque la historia proviniese de un clásico.
     Enc.- Porque hay gentes que piensan que los clásicos sólo escriben sobre lo moralmente bello, aderezándolo con bellísimos versos.
     P.- Lo que demuestra que no han leído a los clásicos.
     Enc.- A Horacio, a Virgilio, a Catulo.
     P.- Sin embargo, a los muchachos les obligan a aprender la lista de sus nombres en el bachillerato.
     Enc.- Para que les odien, sin lugar a dudas.
     P.- Si les enseñasen a leerlos, seguro que tomaban el estudio con más ahínco.
     Enc.- ¡Sin duda alguna! Pero dígame, ¿cuál es el motivo de su interés por mi persona?
     P.- Verá... como todo el mundo sabe, las nueve décimas partes de sus aventuras se han perdido en la encrucijada de los siglos...
     Enc.- ¿Perdido dice? ¡Masacrado! Los copistas medievales hicieron desaparecer la mayor parte de mi vida, preocupados por las buenas costumbres y por la salvaguarda del poder político.
     P.- ... y desearía tener acceso a los capítulos que nos faltan.
     Enc.- Como usted bien conoce, no estoy autorizado a desvelar por mí mismo los secretos enterrados por el tiempo.
     P.- ¡Lo sé, lo sé! De ninguna manera intento hacerle traicionar las leyes de la Literatura. Sin embargo, tal vez podría darme alguna pista, encaminar mis pasos hacia la luz.
     Enc.- Comprendo su curiosidad. Sepa que yo mismo estimo improbable que esa pérdida de mi memoria sea definitiva. Tal vez en alguna inaccesible biblioteca, incluso, ¿por qué no?, en las secretas cuevas del Vaticano...
     P.- Su comentario me recuerda las novelas de André Gide y de Roger Peyreffitte.
     Enc.- Dos escritores en las antípodas ideológicas, pero con idéntica rebeldía contra lo establecido.
     P.- ¿Me decía...?
     Enc.- Que jamás se debe perder la esperanza.
     P.- Para confirmarlo estoy aquí.
     Enc.- Por otra parte, alguien debe conocer la clave que abre las puertas blindadas de los infiernos de las grandes bibliotecas.
     P.- Delenda est censura.
     Enc.- ¡Delenda est stultitia!
     P.- También querría que me aclarase algunas dudas sobre su vida conocida.
     Enc.- Como qué.
     P.- Me resulta raro encontrarle aquí solo, sin la compañía de Ascilto y Gitón.
     Enc.- A los Asciltos los secuestran y los devuelven los bucles del tiempo, que se comporta como el oleaje del mar. En cuanto a los Gitones, simplemente se pierden hasta ser reemplazados por otros nuevos.
     P.- ¿No hay dulzura sin amargura?
     Enc.- No hay rosas sin espinas.
     P.- Defíname a Eumolpo.
     Enc.- Un depredado convertido en depredador, literalmente ahogado en el oro advenedizo.
     P.- ¿Trimalción?
     Enc.- Un trepador que intenta disimular su analfabetismo extendiendo cheques por millones de sestercios.
     P.- ¿Licas?
     Enc.- Un imbécil disfrazado de capitán de yate.
     P.- ¿Trifena?
     Enc.- Una ninfómana enloquecida por su deseo de jovencitos ambiguos. Como puede ver, todos personajes universales, a los que puede encontrar hoy mismo en cualquier ciudad del mundo.
     P.- ¿Y usted, Encolpio?
     Enc.- Yo soy un pícaro.
     P.- ¿Al uso de los pícaros del barroco español?
     Enc.- Habría que matizar.
     P.- ¿En qué sentido?
     Enc.- Bien... yo soy el primer pícaro con solvencia literaria. Los pícaros del barroco nacen como influencia mía, copian mi peripatético destino.
     P.- No me negará que derrochan imaginación.
     Enc.- Tal vez ese derroche de imaginación no sea sino consecuencia de las artimañas que debían utilizar para burlar a los inquisidores.
     P.- Estimo tal burla de gran valor.
     Enc.- ¡Sin duda! Mas yo los encuentro encorsetados, rígidos, como incapaces de inventar una cabriola, pues callan buena parte de sus experiencias. Hoy diríamos que son políticamente correctos.
     P.- Su crítica no es muy ortodoxa.
     Enc.- ¿Y cuándo ha sido ortodoxo el pensamiento de un verdadero pícaro? Mire: las andanzas y las experiencias de los pícaros son muy similares en todo lugar y en toda época. Los prejuicios de sus héroes barrocos están fuera de lugar, pues no se corresponden ni con su clase social ni con su marginalidad.
     P.- ¿Me lo cuenta en serio o en broma?
     Enc.- Llevo dos mil años ejerciendo de pícaro. Conozco las calles, los baños, los parques y las tabernas de los cinco continentes. He sido unas veces aupado y otras derrotado por la Fortuna. He conocido a millones de colegas. ¿Cree que le engaño? La crítica social que hace el pícaro literario no es sino un corolario de su forma de vida.
     P.- ¿Quedan muchos de ustedes en el mundo actual?
     Enc.- Se lo aseguro: muchísimos. Y ahora tendrá que perdonarme, pero parto de inmediato hacia Tarento con unos amigos.
     Desde la puerta de la taberna le veo acercarse a un velero desde cuya proa le saluda un hombre de mediana edad, que viste pantalón blanco y blazier azul marino, calza zapatos negros y se cubre con una gorra de plato. A su lado, acodada en la barandilla, está pensativa una mujer todavía joven, ataviada con un vaporoso vestido verde esmeralda y un fulard de seda.
     Puedo oír perfectamente las palabras, acercadas por la brisa, con que los saluda Encolpio: “Hola, Licas; hola, Trifena; ¿ya llegaron Ascilto y Gitón?”

Publicado en Diario Lanza el 5 de Diciembre de 2011

lunes, 28 de noviembre de 2011

Victor Frankenstein

Galería de Inmortales

                         VÍCTOR FRANKENSTEIN
                                                  (Francisco Chaves Guzmán)


Hay muchas cosas
cuyo secreto podríamos dominar
si la cobardía o el descuido
no interfirieran
en nuestra investigación.
(Frankenstein, Mary Shelley)

     Cae la tarde sobre el lago Léman. A través del amplio ventanal, pueden verse las aguas enfurecidas, que se levantan como queriendo hacer frente a los rayos que turban su paz. Están negras de odio y, de vez en cuando, un relámpago potentísimo abre el cielo, entre las cortinas de agua, para dejar ver las cercanas cimas blancas de los Alpes. Al cerrarse de nuevo, un estruendo como de mil cañonazos sacude las vidrieras y las lámparas.
     Es la casa de Víctor Frankenstein, eternamente sumido en la batalla dantesca. Lo que no le impide mostrar su hospitalidad: me ha servido una excelente cerveza en una jarra de porcelana y plata, auténtica pieza de museo.

     Frankenstein.- No es necesario que le pruebe que he llevado y llevo una vida tormentosa.
     Periodista.- Casi apocalíptica, diría yo. ¡Menuda refriega tenemos ahí fuera!
     Fr.- Encargada ex profeso para darle un marco adecuado a su visita.
     P.- Se lo agradezco. Y celebro que aún tenga sentido del humor.
     Fr.- Lo recuperé cuando Mary Shelley me dejo por muerto en los mares de hielo. Y dos siglos son tiempo suficiente para mirar la realidad con ojos menos afiebrados, con algún sentido del equilibrio.
     P.- En relación con ese trágico momento, siempre me he preguntado cómo consiguió el monstruo entrar en la nave.
     Fr.- No entró. Ya estaba allí, conmigo, como siempre, como ahora mismo.
     P.- ¿Quiere decir que puede aparecer por la puerta...?
     Fr.- No se asuste. Está completamente tranquilo... desde el momento en que desapareció mi complejo de culpabilidad por haberle dado vida.
     P.- ¿Y dice que está aquí?
     Fr.- No puede estar en otra parte, sino aquí, en mi sillón, en mi propio cuerpo. ¡Yo soy el monstruo!
     P.- ¿Usted? Pero Mary Shelley contó cómo usted mismo lo fue creando, a partir de material de deshecho, hasta darle vida, en las tortuosas noches de su primera juventud.
     Fr.- ¿Quién puede creer esas tonterías? Yo hice un monstruo de mí mismo.
     P.- ¿Un caso de doble personalidad?
     Fr.- ¡En absoluto! Tal cosa la inventaron los psiquiatras mucho tiempo después, para explicar con subterfugios aquello a lo que no querían dar explicación ninguna.
     P.- Más bien para atajar el peligro que supone una personalidad anormal, si me permite expresar mi opinión.
     Fr.- ¿Anormal? Todos llevamos dentro un monstruo, un monstruo maravilloso que sólo desea ser amado. Cuando aceptamos al monstruo que somos, éste se convierte en el amigo soñado.
     P.- Perdóneme, señor Frankenstein, pero tengo la impresión de que intenta buscar excusa para los horribles crímenes que cometió en su juventud, si es cierto que usted es el monstruo.
     Fr.- ¡Ja, ja, ja! Yo no he matado en mi vida ni una mosca... puede tener la seguridad de ello.
     P.- Su hermano, su padre, su esposa, su amigo...
     Fr.- No, no. Está confundiendo la realidad con los recursos que un escritor emplea para captar la atención de sus lectores, para amarrarlos al libro que tienen entre las manos. Si el novelista, si el poeta no exagerase, no idealizase, ¿quién le iba a prestar atención?, ¿cómo burlaría la censura?
     P.- ¿Entonces...?
     Fr.- Y si esto es válido para cualquier escritor, ¡imagínese para un romántico!... siempre en el límite de todas las experiencias.
     P.- Pienso que algo tiene que haber de cierto.
     Fr.- En efecto. Me quedé solo, pues no pudieron perdonarme. Mi padre no me negó el pan, pero sí el afecto, además de separar de mí al pequeño William, con lo que perdí a los dos. Justine, la criada, no existió nunca, una mera invención de la escritora en su búsqueda del clímax trágico. Mi amigo Clerval decidió retirarme la palabra durante nuestro viaje a Inglaterra, tras una noche de juerga. En cuanto a Elizabeth, cometí el error de ponerla al corriente de mis secretos en el transcurso de nuestra noche de bodas.
     P.- La amenaza del monstruo: "recuerda que estaré a tu lado la noche de bodas".
     Fr.- ¡Exacto!
     P.- Empiezo a comprender.
     Fr.- ¿Usted cree?
     P.- Lo intento.
     Fr.- Así pues, pasé la juventud huyendo de mí mismo y sin poder escapar. Mi otro yo siempre sabía encontrarme.
     P.- No podía escapar a su destino.
     Fr.- No tuve ni la cobardía suficiente para olvidar la realidad, ni la valentía de afrontarla. He ahí la verdad.
     P.- Me gustaría saber cómo descubrió a su "monstruo" entre comillas.
     Fr.- Llegué a la Universidad de Ingolstadt recién cumplidos los diecisiete años, era libre por primera vez. Tardé en descubrirme a mí mismo lo que tarde en pasear confiadamente por sus calles.
     P.- A donde usted llegó con ansias de comerse el mundo, de conocer los secretos de la naturaleza y del alma humana.
     Fr.- Cosa que he conseguido.
     P.- ¿Sí?
     Fr.- Los "monstruos" entre comillas se nutren de sabiduría.
     P.- Esta frase vale una entrevista.
     Fr.- Me alegro por usted.
     P.- El "monstruo" entre comillas, ¿continúa teniendo ese aspecto tan repulsivo?
     Fr.- De ninguna manera. Míreme bien: soy atractivo, fuerte, inteligente, culto. Estoy fuera de la detestable mediocridad. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?
     P.- Y los demás, ¿cómo le ven?
     Fr.- Los demás ven monstruos por todas partes por la sencilla razón de que saben que los monstruos no existen.
     P.- ¿Mary Shelley, también?
     Fr.- No. Ella también está fuera de la mediocridad.

     La tormenta amaina. El lago es ahora una balsa de aceite. Las luces de la nocturna Ginebra invitan al sosiego, mientras parpadean las estrellas entre jirones de nubes. “Le agradezco su visita. ¿Me permite que le obsequie con esta jarra en la que ha bebido, traída desde Ingolstadt cuando aún huía de todo?”
     En el porche de la casa, Víctor Frankenstein me abraza para despedirme, creo que con sincero afecto.

Publicado en Diaio Lanza el 28 de Novirmbre de 2011

martes, 22 de noviembre de 2011

Ángel Crespo

ESPIRALES ELÍPTICAS

                          Ángel Crespo
                                               Por: Francisco Chaves Guzmán

     En todo intelectual existe un momento en que las ideas que han ido formándose con lentitud y algo desordenadamente eclosionan en una catarsis, que es la puerta a una nueva concepción personal e innovadora de cuanto le rodea, impeliéndole a abrir nuevos caminos en una exploración sin límites entre los surcos del conocimiento.
     En todo viajero hay también un instante en el que percibe que las fronteras que ve desde su buhardilla constituyen un telón que guarda secretos de otras tierras y otros hombres que él necesita someter a examen.
     Cuando el intelectual y el viajero se encuentran en el mismo individuo las sinergias producidas pueden dar lugar a grandes artistas, capaces de generar obras modélicas y una empatía que le pone en contacto creativo con todo lo humano.
     Este es el caso de Ángel Crespo, para quien, como para Antonio Machado, son sus huellas el camino. Y bien podríamos preguntarnos en qué momentos se produce la masa crítica que permite aflorar al intelectual y al viajero. Sabido es que determinar tal cosa es cuestión ardua, pues los propios sujetos de la revelación no son conscientes de ello. Sin embargo, en el caso de Ángel Crespo tenemos un documento, en forma de poema, que nos puede acercar a la respuesta. El poema lleva por título “Ciudad Natal”, y lo que nos dice en él sobre los jardines del Prado significa una ruptura total con su tierra —la nuestra— y con las estructuras sociales que en ella se daban.
     Y es gracias a esa ruptura, dolorosa y mágica, que Ángel Crespo se aventura por caminos físicos y espirituales que le harán recorrer geografías y pensamientos hasta entonces ignorados, para convertirse en un hombre nuevo, para llegar a ser un referente de la cultura española, para viajar de la provincia al mundo.
     Podría decirse que, de la misma manera que a Unamuno “le dolía España”, a él le “dolía Ciudad Real”. Pero de una manera tan cercana y directa que tuvo que marcharse, harto de un sistema social que se le hacía irrespirable, para dar aire a su poesía casi adolescente. En un viaje iniciático sin retorno, pues jamás deseó volver la vista atrás ni el reencuentro con las gélidas rosas de los jardines del Prado.
     Su adscripción al postismo, movimiento que pretendía haber superado todos los “ismos”, lo puso en contacto con muchos jóvenes que, con el tiempo, serían luz de las letras y de las artes en España: el poeta Edmundo de Ory; el dramaturgo, entonces pintor, Francisco Nieva; Benjamín Palencia y Gregorio Prieto; Chicharro y Tapies. Del intercambio entre todos ellos surgió una pléyade de artistas comprometidos, políticamente incómodos, formalmente irreverentes, que contribuyó a cambiar el panorama cultural del país entero.
     Y, aunque Ángel Crespo siguió escribiendo y publicando poemarios cada vez más sutiles y laboriosos, su enorme facilidad para los idiomas le deparaba el triunfo en una faceta que tal vez no había previsto: sus traducciones del portugués, del inglés, del francés y del italiano, idiomas que dominaba al igual que el catalán y el latín, donde había ensayado los primeros pasos siendo todavía un niño. Numerosos premios europeos lo atestiguan, además de que al final de su vida le fue concedido en dos ocasiones el Premio Nacional de Traducción. Así se reconocía su obra en España, adonde volvió desde su voluntario exilio tras la normalización política.
     Por otra parte, su labor docente en las Universidades de Puerto Rico, Venecia y Washington, que jamás se sabrá si fueron consecuencia del exilio o punto de partida del mismo, le permiten poner en funcionamiento su instinto viajero, traspasar al fin aquellos cerros que le ocultaban el infinito, conocer de primera mano otras culturas que sí estaban dispuestas a darle cobijo.
     Pero tengo que reconocer que para mí, de toda su obra, lo que más emociones me causan son aquellos romances juveniles, que dibujaban vibraciones intensas a través de rimas audaces y metáforas imposibles. Romances que suelo recitar en público tantas veces como ocasiones me dan para ello. Llenos de calor y luminosidad frenética, aunque las provincianas rosas del Prado sólo significasen para él desprecio y frío.

Publicado en Diario Lanza el 3 de Noviembre de 2011

lunes, 21 de noviembre de 2011

Doctor Stockmann

Galería de Inmortales

         DOCTOR STOCKMANN
                                                 Francisco Chaves Guzmán

Plebeyos serán siempre
los que acaten sin discusión
lo que "piensa" la mayoría
(es un decir),
o lo que ordenen sus superiores.
(Un enemigo del pueblo, Henrik Ibsen)

     Generoso, como siempre lo ha sido, el Doctor Stockmann me recibe en su casa ofreciéndome ponche caliente en una cazoleta de plata. Es un hombre de mediana edad, cabello gris con pronunciadas entradas y esa mirada profunda de los que no se arredran por nada. Para cualquiera que lo vea, resulta evidente que su gesto, mitad irónica sonrisa y mitad seria reconcentración, denota inteligencia y sensibilidad.
     Vive cerca de Oslo, entre pinos milenarios y aguas en torrentera, un tanto alejado de todo y otro tanto cercano a todo. En su invernadero, plantados en macetas de vivos colores, cultiva diminutos tomates, manjar exquisito y exótico con el que agasajar a sus amigos.
     Dr. Stockmann.- ¡Bienvenido sea usted! Me gusta tener en casa gente que me estimule.
     Periodista.- Gracias. Pero tenga en cuenta que mi labor no es la de estimularle, sino la de sonsacarle.
     Dr. S.- Sé que hará ambas cosas. Pregunte sin reparos.
     P.- Verá, Dr. Stockmann, resulta que en mi país hay opiniones encontradas sobre usted. Sobre si es un innovador o un reaccionario.
     Dr. S.- Esos términos han sido tan manoseados que ya no significan nada.
     P.- ¿Podría clasificarse a sí mismo con otras palabras?
     Dr. S.- Yo soy un Enemigo del Pueblo.
     P.- Al que estuvo a punto de concedérsele el titulo de Amigo del Pueblo.
     Dr. S.- Afortunadamente, tal cosa no ocurrió.
     P.- ¿Por qué afortunadamente?
     Dr. S.- Puesto que tales recompensas son otorgadas por quienes ostentan el poder, esos nombramientos suelen caer siempre en aduladores, o en fariseos, o en corruptos.
     P.- Y usted no lo es.
     Dr. S.- Gracias a no serlo se me colgó el sambenito de Enemigo del Pueblo, que hoy tanto me honra.
     P.- ¿Dice que le honra?
     Dr. S.- Sí. Porque, al provenir también del poder, la descalificación se convirtió en reconocimiento de que mi dignidad no había sido doblegada por las intrigas.
     P.- ¿Se considera usted demócrata?
     Dr. S.- Yo entiendo por democracia el que un ciudadano pueda defender públicamente sus ideas sin temor a las represalias de aquellos a los que se les llena la boca con la palabra "democracia".
     P.- Pero usted no respeta la voluntad de la mayoría.
     Dr. S.- No cuando esa voluntad ha sido mediatizada previamente por los medios de comunicación.
     P.- Tenga en cuenta que la libertad de prensa es piedra angular de la sociedad democrática.
     Dr. S.- Y que no existe cuando los medios de comunicación están en manos de las tramas financieras. Veamos, ¿tenemos usted o yo alguna posibilidad de fundar una cadena de televisión?
     P.- Si encontramos los medios financieros...
     Dr. S.- ¿Y que piensa que van a exigirnos para poner en nuestras manos esa financiación?
     P.- Moderación.
     Dr. S.- Y prudencia. Bueno, lo que los poderosos entienden por moderación y prudencia. Y que, desde la cadena, modelemos la voluntad de la mayoría para que apoye sus proyectos.
     P.- Para que apoye el Balneario.
     Dr. S.- Digamos que el interés común. El interés común de los socios del Balneario, claro. Y de los especuladores con los terrenos adyacentes.
     P.- Tenga en cuenta, Dr. Stockmann, que en la actualidad... los mecanismos de control...
     Dr. S.- No sea ingenuo, amigo mío, los mecanismos de control también son controlados por los socios del Balneario.
     P.-... y el hecho de que mi periódico ofrezca un espacio a un Enemigo del Pueblo...
     Dr. S.-... no sirve para cambiar mi opinión.
     P.- Le ruego conceda a mi periódico el beneficio de la duda.
     Dr. S.- No es mi intención negárselo... generalizaba. Por cierto, ¿le apetece tomar otro ponche?
     P.- Se lo ruego: hace un día gélido.
     Dr. S.- Me agrada usted, ¿sabe? No suelo confiar en los hombres que sólo beben té.
     P.- Le confieso que yo tampoco.
     Dr. S.- Lo imaginaba. No se le encarga a cualquiera entrevistar a un Enemigo del Pueblo. Por cierto, ¿reconoce la música que tenemos de fondo?
     P.- Por supuesto. Es Peer Gynt, de Edward Grieg, el héroe musical noruego.
     Dr. S.- No es contradictorio que un Enemigo del Pueblo ame a su patria y se apoye en sus raíces.
     P.- Pero tengo entendido que a Ibsen no le gustaba la adaptación musical de su poema.
     Dr. S.- Estoy convencido de que hoy tendría otra opinión al respecto.
     P.- ¿Cree que es posible cambiar de opinión?
     Dr. S.- No sólo es posible, sino también necesario. ¿Qué sería, en caso contrario, del progreso y de la ciencia?
     P.- ¿Y de ideas políticas?
     Dr. S.- Ya sabe que cuando una idea se convierte en dogma se esclerotiza. Entonces es preciso salir en busca de algo nuevo.
     P.- ¿Y dónde quedan las convicciones?
     Dr. S.- En que una mentira será siempre una mentira, sirva a quien sirva. Y que, cuando los principios éticos están supeditados a los intereses de unos pocos, la sociedad es una cloaca. Hay que cambiar para salir de la cloaca.
     P.- ¿No basta con una mano de pintura?
     Dr. S.- Marrullerías políticas de quienes anteponen su propio bienestar y beneficio.
     P.- ¿No fue usted demasiado lejos al poner en peligro el bienestar de su propia familia?
     Dr. S.- ¿Es que por tener mujer e hijos voy a perder mi derecho a decir la verdad?
     P.- Podría haber mirado hacia otra parte...
     Dr. S.-Yo no soy un plebeyo.
     P.- ¿Se considera un aristócrata?
     Dr. S.- Usted ya sabe que para mí es plebeyo quien acata sin discusión lo que ordenan sus superiores.
     P.- No me negará que obró con descuido, sin cubrirse las espaldas, falto de estrategia.
     Dr. S.- ¿Quién se acordaría hoy de mí si yo hubiese sido un hombre asustadizo y moderado, un mercachifle, un pusilánime?
     P.- Hay quien opina que usted es un visionario.
     Dr. S.- ¿Quiere decir un utópico? Puedo asegurarle que si la utopía es la búsqueda de las verdades cotidianas y de la libertad personal, yo busco la utopía.
     P.- ¿Qué no debe hacer nunca un hombre que camina en pos de la dignidad?
     Dr. S.- ¿Nunca? Envilecerse obrando contra sus ideas, de manera que tenga que avergonzarse de sí mismo y escupirse a su propia cara.
     P.- ¿No está plagiando a Ibsen?
     Dr. S.- Me cito a mí mismo.
     Las aguas de fiord al que alguien propuso, hace más de cien años, arrojar al Doctor Stockmann están negras y heladas. Un sol oblicuo, lejano, presta rojizas tonalidades al verde de los infinitos bosques.
     Mientras, un grupo de chavales juega en la nieve, aparentemente ajenos al drama que se representa en las cuatro esquinas del planeta.

Publicado en Diario Lanza el 21 de Noviembre de 2011

lunes, 14 de noviembre de 2011

Sherman McCoy

Galería de Inmortales

                    SHERMAN McCOY
                                               Francisco Chaves Guzmán

Un liberal es un conservador
que ha sido detenido por la policía.
(La Hoguera de las Vanidades, Tom Wolfe)

     Un modesto apartamento en un viejo edificio de cualquier barrio venido a menos. New York. Mister McCoy, desaliñadamente vestido, tiene el pelo revuelto y barba de varios días. Es joven, alrededor de los cuarenta, observa con el mentón en lugar de con los ojos, su mirada perdida es la de un visionario y se le notan ademanes de patricio desclasado.
     Me ha ofrecido cerveza barata en cristal de Sajonia. Una estantería desvencijada sostiene un par de docenas de libros lujosamente encuadernados. En una alacena con estantes forrados de plástico hay tres auténticas y barrocas porcelanas de Sèvres. Las cortinas y sillones son de un marrón no muy limpio, pero sobre una rinconera hay un ramo de rosas rojas. Eclecticismo cutre y posmoderno de yuppy completamente arruinado.
     McCoy.- Odio a los periodistas, como usted sabe.
     Periodista.- Ya le expliqué que no soy exactamente un periodista, sino un escritor que ama el riesgo de la entrevista.
     McCoy.- Tampoco me gustan los escritores.
     P.- Tampoco soy un escritor al uso, sino alguien que escribe.
     McCoy.- No veo la diferencia.
     P.- La diferencia radica en que escribo por pasión.
     McCoy.- Me suena a cuento chino, pero haré como que le creo. Ahora, dígame, ¿qué quiere de mí?
     P.- Si estoy aquí es con la única finalidad de hacerle una pregunta: ¿es usted una rata, Mister McCoy?
     McCoy.- Por supuesto.
     P.- ¿Está seguro?
     McCoy.- ¡Completamente! Lo soy desde que aquella otra rata mordió mi mano en los calabozos de la policía. Tal vez me insufló su espíritu. ¿Qué le parezco ahora?
     P.- Una rata.
     McCoy.- ¿Lo ve?
     P.- Pero no desde ese momento, sino también antes, cuando era millonario, un terrible chacal de Wall Street.
     McCoy.- En el mundo sólo hay ratas y putas. Luego existen subdivisiones: negros, decoradores, abogados, ladrones, periodistas, asesinos, policías, pastores, drogadictos, camareros, etc, etc, etc, infinitas subdivisiones.
     P.- Y, ¿a qué tipo pertenece usted?
     McCoy.- ¡A ninguno! ¡Yo soy la Gran Rata! Si antes era Amo del Universo, desde mi oficina de Wall Street, ahora soy la Rata Universal, y voy a terminar con todas esas ratas de pacotilla.
     P.- Está usted pirado, Mister McCoy.
     McCoy.- ¿Loco yo, el gran genio del Mercado de Bonos?
     P.- ¿No quiere usted a nadie?
     McCoy.- ¡A nadie!
     P.- ¿Ni siquiera a su hija?
     McCoy.- Los niños tardan poco en convertirse en adultos. ¡A nadie!
     P.- ¿Ni a usted mismo?
     McCoy.- Yo estoy muerto. Morí en el mismo instante en que me detuvo la policía.
     P.- Creí que usted pensaba que cuando a un conservador lo detiene la policía se convierte en liberal, no en muerto.
     McCoy.- Era Tom Wolfe, con su seca ironía de rata escritora, quien pensaba así. Pero sí, lo soy, soy un liberal.
     P.- ¿Qué entiende por eso?
     McCoy.- Que hay que acabar de una vez con este sistema injusto y coactivo.
     P.- No me dirá también que es un revolucionario...
     McCoy.- ¡Claro que lo soy! Es preciso derribar todas las estructuras de un sistema que permite a un vago, un negro, un pobre, un analfabeto, arruinar la vida de un Amo del Universo. Es preciso que la Ley sea la ley de los Amos, la ley del Dinero.
     P.- Es usted algo peor que un loco.
     McCoy.- ¿Un fascista?
     P.- No. Algo muchísimo peor que un fascista.
     McCoy.- ¿Y usted? ¿Qué es usted?
     P.- Como diría un poeta de mi tierra, yo soy, simplemente, y en el buen sentido de la palabra, un hombre bueno.
     McCoy.- No llego a entender lo que significa.
     P.- Pues significa que pertenezco al grupo de los que piensan que es preciso acabar con la tropelía, hasta no dejar piedra sobre piedra...
     McCoy.- ¡Es de los míos!
     P.-... pero en sentido opuesto al suyo, pues opino que es detestable un sistema que embrutece a los ciudadanos, donde la justicia es simple simulacro, cuyas piedras angulares son la dentellada y la manipulación, en el que el beneficio es fin último de la vida.
     McCoy.- Es usted una rata comunista. ¿Quién le ha concedido visado para entrar en los Estados Unidos?
     P.- No se excite: me limito a citar las denuncias que hace Tom Wolfe, un compatriota suyo, su biógrafo. Y él no es un izquierdista; más bien todo lo contrario.
     McCoy.- ¡Miente! Tom Wolfe, en la crónica de los hechos que me conciernen, se limitó a exponer la tremenda iniquidad de que fui víctima.
     P.- Todos admitimos que su detención y proceso fueron tremendamente arbitrarios. Le calumniaron, le maniataron, le dejaron indefenso. Un grupo de individuos que puso su propio beneficio por encima de la justicia y de la libertad.
     McCoy.- Lo admite.
     P.- Han hecho con usted lo mismo que se hace a diario con millones de personas. Pero usted no se rebela contra la injusticia, sino contra la pérdida de su impunidad como depredador, como animal carroñero, que desde las oficinas del poder condena a la mayoría de la población a la miseria y a la estulticia.
     McCoy.- ¡Me insulta en mi propia casa!
     P.- Ustedes, los Amos del Universo, han creado una alimaña, un sueño infamante, una estructura de mentiras. Pero su alimaña es tan ciega y demente que ataca a sus propios dueños. Es como un robot que no hubiese aprendido las reglas de la robótica. ¿Entiende este lenguaje?
     McCoy.- Pero... ¿cómo se atreve un hispano, un provinciano, a venir aquí, a la capital del mundo, a impartir lecciones de moral y de política? Cuando es seguro que su analfabetismo funcional le impide conocer la estructura espiritual del mercado de valores, el hálito vital de acciones y bonos, la erótica de la compraventa.
      P.- Conozco lo imprescindible, Mister McCoy: que el éxito de una operación bursátil no depende de los fundamentos económicos de la compañía en la que se invierte, sino de los vaivenes especulativos a que están sometidas las acciones por parte de los Amos del Universo.
     McCoy.- ¡Esto no se lo consiento! ¿Cómo podría funcionar el mundo sin un Mercado serio y globalizado que aborte las veleidades éticas de los estetas de la moral?
     P.- Le ha salido una frase preciosa, Mister McCoy, pero carente de sentido. Recuerde que ahora es usted tan pobre como yo, incluso un poquito más.
     McCoy.- Sólo de forma pasajera. Volveré a compartir las riquezas de los de mi clase social en cuanto haya cumplido mi labor justiciera, eliminando a los que se atreven a poner en peligro los privilegios de nuestra raza superior...
     P.- No es la cárcel, sino el manicomio el lugar en que merece estar.
     McCoy.-... como un pistolero del tiempo de los pioneros, limpiando de seres inferiores las feraces llanuras de América.
     P.- Es usted un payaso.
     McCoy.- ¡Fuera de mi casa!... llamaré a la policía... ¡subversivo!... canalla... ¡fuera de mi casa!
     La babélica New York hiede, hiede el taxi que me lleva al aeropuerto, hiede la Quinta Avenida, hiede la efigie de la libertad de empresa, hiede cada metro cuadrado de la ciudad, como descubrió Tom Wolfe en cada página de su novela.
     Y lo peor es que el hedor, que sus habitantes confunden con agua de rosas por la fuerza de la costumbre, tiene sucursales en todos los barrios del Imperio.

Publicado en Diario Lanza el 14 de Noviembre de 2011

lunes, 7 de noviembre de 2011

Conde Arnaldos

Galería de Inmortales

                       CONDE ARNALDOS
                                           Francisco Chaves Guzmán


¡Quién hubiese tal ventura,
sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
(El Conde Arnaldos, Anónimo)

     Una pequeña y arenosa cala en el litoral levantino, defendida por riscos altísimos y puntiagudos como las almenas de un onírico castillo medieval. Todo es silencio, salvo el respirar del mar. Calma. Apenas una leve brisa y el vuelo reposado de un ave de bellísimo plumaje. El sol se levanta perezoso, apenas recostado en el horizonte, mientras una barca de pescadores faena a lo lejos. Huele a sal. Es un tibio amanecer del final de la primavera, tal vez comienza el día más largo del año. Hay varios capazos repletos de naranjas y limones. Del puchero que hierve al fuego brota el vapor de un café muy aromático. Un cachorro de indefinida raza se deja acariciar la nuca por mi mano, entre ronroneos que simulan ser ladridos.
     El conde Arnaldos, que viste de blanco inmaculado, me sirve café, me ofrece azúcar, enciende su pipa. Estamos sentados a la mesa en dos sillones de mimbre de alto respaldo. El mar nos contempla con curiosidad.

     Arnaldos.- ¡Bienvenido a la Arcadia!
     Periodista.- No se puede negar que este lugar es un remanso de paz. ¿Cómo lo consigue?
     Arn.- Todo radica en proponérselo.
     P.- ¿No se encuentra demasiado solo?
     Arn.- No le digo ni que sí ni que no. Porque la compañía o la falta de ella pertenecen al ámbito de lo privado.
     P.- Lo asumo. Perdone mi indiscreción, pero se sabe tan poco de usted...
     Arn.- ¿Tan poco?
     P.- Solamente trece versos. Exactamente, doscientas ocho sílabas, ciento veintisiete palabras. Para una biografía no es mucho.
     Arn.- En las que la fuerza poética puede multiplicar indefinidamente sus relaciones a través de un juego casi orgiástico de significantes y significados.
     P.- Lo sé, lo sé. Pero yo me debo a mis lectores y ellos están ávidos de información, de conocimientos.
     Arn.- Resulta difícil comprender esta curiosidad actual que pretende convertir un poema pluridimensional en un mensaje publicitario plano. No estoy tan alejado del mundo como para no conocer las tendencias intelectuales que lo asolan, pero me hallo lejos de compartir estas modas.
     P.- No es eso lo que buscan mis lectores.
     Arn.- Pues, ¿qué tipo de lectores tiene?
     P.- Afortunadamente, de los que desean proseguir con el juego de relacionar significantes y significados.
     Arn.-Imagino que sus lectores deben ser considerados como bichos raros en esta selva de uniformidad mediática.
     P.- Por suerte, hay muchos más bichos raros de lo que parece. Pero esta condición suele pertenecer también a la esfera de lo privado.
     Arn.- No me diga que aún quedan reductos de intimidad ahí fuera.
     P.- A pesar de las intrigas...
     Arn.- En ese caso, seré menos escueto de lo que tenía decidido. Si sus lectores son excepcionales, haré yo también una excepción.
     P.- No me ira a decir el contenido de la canción que cantaba el marinero...
     Arn.- ¡Je, je! Usted sabe que tal cosa es imposible...
     P.- ¿Porque aún la desconoce o porque se encuentra ligado a un juramento?
     Arn.- Digamos que pertenece a un ritual de iniciación reservado a unos pocos elegidos, que han de comprometerse en una causa común. Tras pasar todas las pruebas.
     P. ¿Le está permitido decir en qué consisten esas pruebas?
     Arn.- Sólo de la primera, la que se utiliza para captar neófitos: leer repetidamente, y con mucha atención, el romance del conde Arnaldos.
     P.- ¡Ja, ja! Tiene sentido del humor...
     Arn.- Es uno de los síntomas de haber sido iniciado con absoluto éxito.
     P.- Eso significa que conoce la canción.
     Arn.- Piense lo que crea que debe pensar. Será útil para usted y para sus lectores.
     P.- No le puedo ocultar que me parece, al mismo tiempo, una sentencia, una trampa y un acertijo.
     Arn.- Es lo propio de la magia.
     P.- ¿De la magia?
     Arn.- ¿No le parece que es preciso tener excepcionales poderes para decir y no decir al mismo tiempo?
     P.- Me da la impresión de que intenta jugar conmigo. ¿No es así?
     Arn.- Y usted conmigo. Usted pregunta y yo contesto. Y, sin embargo, ninguno de los dos preguntamos ni contestamos.
     P.- Luego estamos en un círculo mágico.
     Arn.- Exactamente.
     P.- ¿Me dirá, al menos, si los ritos son órficos o eleusinos?
     Arn.- ¿Qué le hace pensar que pudieran serlo?
     P.- Una intuición.
     Arn.- Pues bien, tienen algo de ambos. Pero no tema: no van a venir las mujeres tracias a lapidarnos.
     P.- A pesar de haberlo pensado, no deja de sorprenderme que tales ritos llegasen hasta el medioevo ibérico.
     Arn.- Los árabes trajeron un poco de todo.
     P.- ¿También las velas de seda y las jarcias de cendal?
     Arn.- La sensualidad a una tierra arisca que, prácticamente, había caído en la barbarie.
     P.- ¿Podría pensarse, pues, que el autor fuese árabe o descendiente de árabes?
     Arn.- Puede creerme si le digo que de tal cosa no tengo la menor idea. Pero no cabe duda de que fue un hombre tremendamente refinado.
     P.- Y en aquella época, en la península ibérica, los únicos refinados y sensuales eran los musulmanes.
     Arn.- No olvide que los zéjeles de Al-Andalus se escribieron cuando nuestro idioma estaba todavía en fase de formación.
     P.- Permítame que retome el hilo de nuestra charla. ¿Le puedo preguntar que intentaba cazar con un halcón en la orilla del mar? ¿Sardinas?
     Arn.- En la mañana de San Juan todo era posible.
     P.- ¿Era? Todavía se reúnen las gentes alrededor de las hogueras esperando el amanecer.
     Arn.- Por favor, no me hable de eso. Las masas de hoy salen de fiesta, sin saber por qué, cuando lo ordena el alguacil de turno. Patético.
     P.- ¿Todo era posible?
     Arn.- Todo. Hasta que las amarras de una barca de pescadores fueran de gasa transparente.
     P.- ¿Incluso que los peces se paseasen sobre la superficie del mar?
     Arn.- Incluso que los marineros cantasen.
     P.- ¿De verdad no me puede decir ese cantar?
     Arn.- Yo no digo esa canción sino a quien conmigo va.

     Tras la entrevista he vuelto a leer el romance del conde Arnaldos decenas, cientos, tal vez miles de veces, no sé si en un segundo o en millones de años. Venturas, galeras, cendales, halcones, mástiles, marineros, se unen de infinitas formas en un mar que es sosegado y tempestuoso al mismo tiempo.
     Ahora sé que una de esas infinitas posibilidades es literalmente la canción del marinero. Y que todas las demás también lo son.

Publicado en Diario Lanza el 7 de Noviembre de 2011

lunes, 31 de octubre de 2011

Guillermo Brown

Galería de Inmortales

           GUILLERMO BROWN
                                           (Francisco Chaves Guzmán)
A nadie le gusta aburrirse tanto,
es que han olvidado cómo divertirse.
Apuesto a que disfrutarían
como cualquiera
si pudiesen recordar cómo hacerlo.
(Guillermo el Luchador, Richmal Crompton)

                                   Con la circunspección que merece el rito, de los bolsillos del anorak ha ido extrayendo, lentamente, los tesoros más preciados hoy por hoy. Media docena de artilugios electrónicos, desde simuladores de lactantes hasta armas virtuales de destrucción total, se desparraman sobre la superficie plástica del pupitre. Hay, además, un reloj de funciones múltiples, un teléfono móvil en desuso, varias vendas elásticas y un llavero del que pende la miniatura de un patín en línea.
                                   La dirección del colegio me ha concedido el tiempo del recreo de la mañana para entrevistar al alumno Guillermo Brown, legendario caudillo de "Los Proscritos".



            Guillermo Brown.- ¿Por qué me llama Guillermo? Mi nombre es William. ¿Qué significado tiene ese apodo?
            Periodista.- No, no es un apodo, sino la traducción al español de tu nombre. Así se te conoce en mi país.
            G.B.- No sabía que mi fama hubiese llegado tan lejos, ni que suscitase allí el menor interés.
            P.- Fuiste nuestro héroe durante varias generaciones.
            G.B.- No es para menos. Mis hazañas han marcado un hito en la estrategia de la guerra de guerrillas. No es fácil superarme ni como pirata, ni como rebelde, ni como conquistador, ni como gangster, ni como luchador, ni como...
            P.- Sin embargo, estás cayendo en el olvido: no es fácil encontrar ninguna de tus novelas en los estantes de las librerías.
            G.B.    .- Digamos que soy políticamente incorrecto.
            P.- ¡No me digas!
            G.B.- ¡Sí! Hubo un tiempo en que fui utilizado como ejemplo de comportamiento deseable, comportamiento que estaba en las antípodas del que se espera de los muchachos de hoy.
            P.- Querrás decir de los niños.
            G.B.- Por mucho que se empeñen algunos visionarios en enmendarle la plana a la naturaleza, los niños dejan de serlo a partir de cierto momento. La fisiología tiene mucha más fuerza que todas sus prédicas. ¡Papel mojado!
            P.- ¡...!
            G.B.- Y el que intenten condenarme al olvido no hace sino enseñarme que las normas y los principios son relativos y cambiantes. ¿No le parece?
            P.- Mis lectores no van a creer que estos comentarios sean de alguien de tu edad.
            G.B.- Confieso que soy muy jovencito... Pero tenga en cuenta que llevo más de medio siglo teniendo trece años. ¿Se imagina todo lo que se puede curiosear en ese tiempo? Recuérdeselo a sus lectores.
            P.- Pero eso no es extrapolable a tus compañeros de ahora, menos experimentados.
            G.B.- ¡Naturalmente que no! Pero que nadie piense que se han caído de un guindo. Puedo asegurarle que son mucho menos tontitos de lo que piensan sus papás y sus niñeras estatales.
            P.- Estás generalizando.
            G.B.- ¡Hombre! Aquí hay de todo, como en la viña del Señor. ¿Se dice así?
            P.- Hablas de los que tienes más cerca, a quienes habrás atraído hacia tu causa.
            G.B.- Lo tengo absolutamente prohibido. No puedo hablar con ninguno, puesto que ninguno puede leer las novelas que sobre mis hazañas escribió Richmal Crompton. Me limito a observar, con mucha atención, claro.
            P.- Me parece que quieres darme gato por liebre: no veo entre tus actuales tesoros ningún tirachinas ni botes con escarabajos.
            G.B.- ¿Cree que soy un suicida? El disimulo es la primera virtud de un buen espía.
            P.- ¿Hay aún Proscritos?
            G.B.- ¿Qué sería del mundo sin ellos?
            P.- ¿Y continúan construyendo cabañas secretas?
            G.B.- Los refugios son el único antídoto conocido contra la intromisión de las personas mayores. Hay que dar esquinazo a los psicólogos y a los asistentes sociales, peores aún que las solteronas gruñonas de antaño.
            P.- ¿Existe algún arma contra ellos?
            G.B.- ¡Oh, sí! Les dices que tienes un trauma horrible porque no hay televisión en tu cuarto de baño, o porque el profesor te obliga a mantener silencio en clase, y se encuentran realizados de por vida.
            P.- ¿Así de fácil?
            G.B.-  Aunque los traumas que verdaderamente les llenan de felicidad son de otra índole. ¡Obsesos!
            P.- ¿Y las chicas?
            G.B.- ¡Oh!... son muy buenas estudiantes...
            P.- Seamos serios...
            G.B.- Es que me está recordando usted a miss Victoria, la pedagoga del colegio.
            P.- ¿Miss Victoria? Me la presentaron con otro nombre.
            G.B.- Su nombre es Jeremiah, pero la apodamos Victoria por su parecido físico con esa reina del siglo diecinueve. Usted, como es extranjero, no habrá visto ningún retrato suyo.
            P.- Dejemos a miss Victoria. ¿Continúas llevándote igual de mal con las chicas?
            G.B.- ¿A qué chico normal de mi edad puede importarle eso? Tenemos otras prioridades.
            P.- Pero ahora compartís muchas más cosas, el trato es infinitamente mayor.
            G.B.- Porque si no las tratas te llevan a que te interrogue miss Victoria.
            P.- No me negarás que estas nuevas costumbres son más naturales.
            G.B.- La verdad: los chicos de mi edad pasamos de las chicas. Aunque los muy obedientes no se separan de ellas.
            P.- ¿No eres un poquito machista?
            G.B.- A mí lo que me parece discriminatorio es ufanarse de su compañía como se presume de unas zapatillas deportivas de marca.
            P.- Al menos ya no les tiras de las trenzas...
            G.B.- Ya no llevan trenzas. Pero admito que antes éramos exagerados en el distanciamiento. ¿Sabe? Es la primera vez que me permiten estar con un adulto ajeno al sistema educativo desde hace muchos años.
            P.- Es porque la mayoría de los adultos no hemos interiorizado las nuevas costumbres; nuestras opiniones podrían ser nocivas para vosotros.
            G.B.- Sin embargo nos permiten escucharlos en las cadenas de radio y televisión.
            P.- Porque los locutores sí las han interiorizado.
            G.B.- Me huelo que también usted es un buen Proscrito. Me hubiese gustado conocerle antes.
            P.- Te aseguro que nos hemos conocido.
            G.B.- Dígale a sus lectores que nosotros leemos a hurtadillas los periódicos, buscamos en el doble fondo de las bibliotecas y escuchamos detrás de la puerta.



                  El timbre que pone fin al recreo estalla en los rincones del patio y una algarabía tronante se acerca al aulario con la irresistible fuerza de una marabunta. “Por favor, ¿podría enviarme clandestinamente un tirachinas? Tengo entendido que los españoles son estupendos”, pregunta Guillermo.
                 En el porche del colegio me despiden el director, el psicólogo, miss Victoria, la asistenta social, el presidente de la Asociación de Padres, el sacerdote, el pastor, el rabino y el guardia jurado.


Publicado en Diario Lanza el 31 de Octubre de 2011