miércoles, 10 de febrero de 2010

Maldito y Martir

ESPIRALES ELÍPTICAS

                        Maldito y Mártir
                                             Por: Francisco Chaves Guzmán

     El malditismo en la literatura, y en el arte en general, no es monopolio de ninguna época ni país. Pero si hay dos creadores que lo ejemplifiquen, por encima de todos los demás, son Caravaggio como pintor y Genet como literato. Dos genios que se enfrentaron al orden social de su tiempo y bebieron hasta el último trago de la marginación y de la soledad. Si Caravaggio fue el pintor de la luz, por los contrastes y el realismo contundente de sus retratos, Genet ha sido el escritor de las sombras, por sacar a relucir lo que la sociedad francesa tenía escondido bajo la alfombra

Y no es que la Francia del siglo XX haya tenido mala cosecha de malditos. Radiguet, Carco, Artaud y Duvert son algunos de los más célebres. Pero Genet tenía auténtica vocación, de maldito y de mártir. Esa es la razón por la que le dedico el presente artículo.
     Y es también la razón por la que Jean Paul Sartre le dedicó su ensayo “San Genet, Comediante y Mártir”, que, por cierto, no gustó nada al aludido, pero tuvo que callarse porque estaba en deuda con el autor. Deuda y no pequeña, pues entre Jean Cocteau y Jean Paul Sartre habían conseguido su indulto de una condena a cadena perpetua y le habían hecho un sitio en el Parnaso. Por cierto, que Cocteau y Sartre también se sintieron atraídos por el malditismo, pero saborearon el éxito demasiado pronto como para terminar devorados entre sus fauces. Así que Jean Genet, con más de media vida pasada en la cárcel, en la que entró por primera vez a los quince años, se encontró inesperadamente convertido en un autor de éxito. Mas no por ello cambió sus principios ni sus vicios.

     De pronto, bajo los auspicios de Cocteau y Sartre, sus obras de teatro se representaban en los cinco continentes con éxito arrollador. “Las Sirvientas”, “El Balcón” y “Los Negros” fueron, y son, consideradas piezas maestras de la escena. Pero he de confesar que a mí me parece especialmente interesante “Severa Vigilancia”, drama carcelario en el que un bandido adolescente, condenado por robo, se siente fascinado por los grandes crímenes cometidos por los presos más duros del penal, lo que les confiere un aura casi mística de poder y fuerza que borra su envilecimiento.
     También sus novelas, prohibidas con anterioridad, conocen el fulgor de las grandes ediciones y la atención de los críticos, divididos en dos bandos irreconciliables, el que lo sube de inmediato a los altares y el que lo condena al fuego eterno. “Diario del Ladrón”, “Milagro de la Rosa”, “Santa María de las Flores” y “Pompas Fúnebres” se convierten en libros de culto, que todos deben leer aunque sea para denostarlos. Y el éxito concluyente llega con “Querella de Brest”, un pandemonium de marineros, proxenetas, asesinos, drogadictos, policías corruptos, obreros explotados y jóvenes consentidores. Cuando Fassbinder, otro maldito, la llevó al cine, con estética posmoderna y ligeramente edulcorada, debería haber sabido que la maldición le iba a dar alcance y que no llegaría a verla estrenada.
     Mucho antes, el propio Genet había rodado, con muy escasos medios, una película, también de ambiente carcelario, cuya dureza de imágenes quedaba contrastada con un instinto poético de gran altura. “Un Canto de Amor” fue rodada en blanco y negro, absolutamente muda, con una cámara doméstica al hombro y prohibida en todos los países hasta hace muy pocos años.
     Este es Jean Genet, propenso al donjuanismo perverso, proclive al bandolerismo social, viajero incansable entre condena y condena, marginado vocacional, poeta de las alcantarillas y habitante del Parnaso de las Letras Francesas.
     Que, lejos de los fastos que su triunfo literario le propiciaba, pasó algunos de los últimos años de su vida en labor humanitaria en los campos de refugiados palestinos, siendo testigo directo de la matanza de Chatila. Allí dio a luz su única obra de contenido expresamente político, “Cuatro Horas en Chatila”, grito de horror ante la masacre perpetrada.
     Murió en París, en un hotel miserable, llevando como único equipaje los manuscritos de sus obras. Ahora se cumple el centenario de su nacimiento. Que pasará por completo inadvertido, pues sus escritos sólo son recomendables para estómagos bien curtidos.

Publicado en Diario Lanza el 8 de Febrero de 2010