lunes, 5 de diciembre de 2011

Encolpio

Galería de Inmortales

                          ENCOLPIO
                                                Francisco Chaves Guzmán

No puede beber
el infeliz Tántalo,
aunque esté metido en el agua
y acuciado por el deseo.
(El Satiricón, Petronio)

     Bañada por el mar Jónico, a los pies de los Apeninos Calabreses, Crotona vigila la entrada del golfo de Tarento desde las ventanas de sus casas, mezcla exhaustiva de ocres, amarillos y granates. Aquí nadie recuerda que frente a sus costas naufragó, hace dos mil años, la nave del legendario Licas, un trirreme que conducía al destierro a la lasciva Trifena. Según Petronio, árbitro romano de la elegancia, era entonces Crotona una ciudad que rendía culto al dinero y cuyos habitantes se dividían en dos clases: los que trataban de captar una herencia y los que eran captados.
     En una taberna del puerto, especializada en el servicio de vino con miel, me recibe Encolpio, tan joven, tan apuesto, tan bello como se nos relata en El Satiricón. La mar está en calma y el furioso aquilón no desmembra el velamen de los modernos navíos allí fondeados.
     Encolpio.- Me sorprende su interés. No acostumbro a concitar otra atención que la de los círculos más eruditos, que la de los estudiosos más recalcitrantes. Por tal razón, una entrevista periodística es algo totalmente inesperado para mí.
     Periodista.- Imagínese que nuestro pensador Menéndez y Pelayo consideraba un crimen traducir El Satiricón a las lenguas vulgares. Por respeto al latín, decía.
     Enc.- Pues mi latín no era precisamente una exquisitez.
     P.- Quizá por eso le tenía respeto a la obra, porque podía escandalizar a los no muy letrados.
     Enc.- ¡En verdad que existen intelectuales preocupados por la moral privada! ¡Menos mal que Fellini no era de su ralea!
     P.- El hecho de que Fellini llevase al cine sus aventuras constituyó un acto revolucionario. No tanto por lo que contaba, sino porque la historia proviniese de un clásico.
     Enc.- Porque hay gentes que piensan que los clásicos sólo escriben sobre lo moralmente bello, aderezándolo con bellísimos versos.
     P.- Lo que demuestra que no han leído a los clásicos.
     Enc.- A Horacio, a Virgilio, a Catulo.
     P.- Sin embargo, a los muchachos les obligan a aprender la lista de sus nombres en el bachillerato.
     Enc.- Para que les odien, sin lugar a dudas.
     P.- Si les enseñasen a leerlos, seguro que tomaban el estudio con más ahínco.
     Enc.- ¡Sin duda alguna! Pero dígame, ¿cuál es el motivo de su interés por mi persona?
     P.- Verá... como todo el mundo sabe, las nueve décimas partes de sus aventuras se han perdido en la encrucijada de los siglos...
     Enc.- ¿Perdido dice? ¡Masacrado! Los copistas medievales hicieron desaparecer la mayor parte de mi vida, preocupados por las buenas costumbres y por la salvaguarda del poder político.
     P.- ... y desearía tener acceso a los capítulos que nos faltan.
     Enc.- Como usted bien conoce, no estoy autorizado a desvelar por mí mismo los secretos enterrados por el tiempo.
     P.- ¡Lo sé, lo sé! De ninguna manera intento hacerle traicionar las leyes de la Literatura. Sin embargo, tal vez podría darme alguna pista, encaminar mis pasos hacia la luz.
     Enc.- Comprendo su curiosidad. Sepa que yo mismo estimo improbable que esa pérdida de mi memoria sea definitiva. Tal vez en alguna inaccesible biblioteca, incluso, ¿por qué no?, en las secretas cuevas del Vaticano...
     P.- Su comentario me recuerda las novelas de André Gide y de Roger Peyreffitte.
     Enc.- Dos escritores en las antípodas ideológicas, pero con idéntica rebeldía contra lo establecido.
     P.- ¿Me decía...?
     Enc.- Que jamás se debe perder la esperanza.
     P.- Para confirmarlo estoy aquí.
     Enc.- Por otra parte, alguien debe conocer la clave que abre las puertas blindadas de los infiernos de las grandes bibliotecas.
     P.- Delenda est censura.
     Enc.- ¡Delenda est stultitia!
     P.- También querría que me aclarase algunas dudas sobre su vida conocida.
     Enc.- Como qué.
     P.- Me resulta raro encontrarle aquí solo, sin la compañía de Ascilto y Gitón.
     Enc.- A los Asciltos los secuestran y los devuelven los bucles del tiempo, que se comporta como el oleaje del mar. En cuanto a los Gitones, simplemente se pierden hasta ser reemplazados por otros nuevos.
     P.- ¿No hay dulzura sin amargura?
     Enc.- No hay rosas sin espinas.
     P.- Defíname a Eumolpo.
     Enc.- Un depredado convertido en depredador, literalmente ahogado en el oro advenedizo.
     P.- ¿Trimalción?
     Enc.- Un trepador que intenta disimular su analfabetismo extendiendo cheques por millones de sestercios.
     P.- ¿Licas?
     Enc.- Un imbécil disfrazado de capitán de yate.
     P.- ¿Trifena?
     Enc.- Una ninfómana enloquecida por su deseo de jovencitos ambiguos. Como puede ver, todos personajes universales, a los que puede encontrar hoy mismo en cualquier ciudad del mundo.
     P.- ¿Y usted, Encolpio?
     Enc.- Yo soy un pícaro.
     P.- ¿Al uso de los pícaros del barroco español?
     Enc.- Habría que matizar.
     P.- ¿En qué sentido?
     Enc.- Bien... yo soy el primer pícaro con solvencia literaria. Los pícaros del barroco nacen como influencia mía, copian mi peripatético destino.
     P.- No me negará que derrochan imaginación.
     Enc.- Tal vez ese derroche de imaginación no sea sino consecuencia de las artimañas que debían utilizar para burlar a los inquisidores.
     P.- Estimo tal burla de gran valor.
     Enc.- ¡Sin duda! Mas yo los encuentro encorsetados, rígidos, como incapaces de inventar una cabriola, pues callan buena parte de sus experiencias. Hoy diríamos que son políticamente correctos.
     P.- Su crítica no es muy ortodoxa.
     Enc.- ¿Y cuándo ha sido ortodoxo el pensamiento de un verdadero pícaro? Mire: las andanzas y las experiencias de los pícaros son muy similares en todo lugar y en toda época. Los prejuicios de sus héroes barrocos están fuera de lugar, pues no se corresponden ni con su clase social ni con su marginalidad.
     P.- ¿Me lo cuenta en serio o en broma?
     Enc.- Llevo dos mil años ejerciendo de pícaro. Conozco las calles, los baños, los parques y las tabernas de los cinco continentes. He sido unas veces aupado y otras derrotado por la Fortuna. He conocido a millones de colegas. ¿Cree que le engaño? La crítica social que hace el pícaro literario no es sino un corolario de su forma de vida.
     P.- ¿Quedan muchos de ustedes en el mundo actual?
     Enc.- Se lo aseguro: muchísimos. Y ahora tendrá que perdonarme, pero parto de inmediato hacia Tarento con unos amigos.
     Desde la puerta de la taberna le veo acercarse a un velero desde cuya proa le saluda un hombre de mediana edad, que viste pantalón blanco y blazier azul marino, calza zapatos negros y se cubre con una gorra de plato. A su lado, acodada en la barandilla, está pensativa una mujer todavía joven, ataviada con un vaporoso vestido verde esmeralda y un fulard de seda.
     Puedo oír perfectamente las palabras, acercadas por la brisa, con que los saluda Encolpio: “Hola, Licas; hola, Trifena; ¿ya llegaron Ascilto y Gitón?”

Publicado en Diario Lanza el 5 de Diciembre de 2011

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