viernes, 10 de diciembre de 2010

Remigio Rueda


            Remigio Rueda, fotógrafo del periódico “La Tribuna”, ha publicado un volumen con algunas de sus obras más representativas.
            Editado en la Biblioteca de Autores Manchegos, de la Diputación Provincial, el libro es de muy alta calidad, como corresponde en justicia a la no menos alta calidad de las fotografías de Remigio Rueda.
            Remigio Rueda es otro de los artistas que participó en algunas de las exposiciones colectivas organizadas por “La Fragua”. Yo me vanaglorio de considerarme su amigo y presumo de haber participado en aquellas exposiciones, en las que estuvieron presentes algunos de los fotógrafos de nuestra tierra que más éxitos han alcanzado posteriormente. 

viernes, 12 de noviembre de 2010

Los Océanos de Augusto Guzmán

ESPIRALES ELÍPTICAS
             Los Océanos de Augusto Guzmán

                                                                         Por: Francisco Chaves Guzmán

            Hace pocos meses Augusto Guzmán presentaba en el Teatro Moderno, de Guadalajara, su último trabajo discográfico, OCÉANOS, que viene a cerrar una trilogía cuyo primer eslabón llevó por título “Cerrado” y que prosiguió con la publicación de “Paraíso”.
            Ahora, reanudando una antigua amistad, Augusto me hace llegar una copia de “Océanos”, que ha pasado en mi estudio dos pruebas de fuego: haber sonado repetidamente durante diez días sin menoscabo de su interés y haber suscitado la admiración de mis amigos literatos y cineastas.
            Hablo de antigua amistad porque nos conocimos hace alrededor de quince años, cuando él era un adolescente que formaba parte del grupo musical Quark Trío y que ya comenzaba a destacar en su faceta de fotógrafo. Precisamente fue esta actividad la que le acercó al colectivo La Fragua, bajo cuya dirección participamos ambos en diversas exposiciones fotográficas conjuntas compartiendo espacio museístico con otra docena de admirables artistas.

            Con el paso del tiempo, Augusto se ha revelado como un magnífico fotógrafo, que ha firmado reportajes en más de veinte países, ilustrado varias obras literarias y publicado dos volúmenes con sus propias fotografías, “Cínema” y “Silencios”, este último en avanzada fase de edición. Y obtenido el premio nacional Ciudad de Almagro.
            El volumen “Cínema” constituye una serie de reflexiones poéticas visuales nacidas en el transcurso de sus viajes alrededor del mundo. Reflexiones que engarzan con las diferentes facetas de su trabajo musical, que viene a traducir en elementos armónicos la empatía producida por gentes de lejanas tierras, heterogéneos intereses y diferentes culturas.
            Es esa vena poética la que imprime un sello inconfundible a todos los trabajos musicales que he llevado a cabo. Así es su paso por el ballet, pues suya es la partitura de “Dorian Gray” —aún en fase de producción— y de “El Ladrón y la Bailarina”. Y ha firmado los musicales “La Asamblea Mágica” y “Plinio o la Banda Menguante”, ambos con libreto de Manuel Valero. Suya es también la música de las obras de teatro “Blanco”, “No hay Ladrón que por Bien no Venga” y “La Gallina que pudo ser Princesa”, así como la banda sonora de una docena de documentales.
            Por otra parte, como productor, ha intervenido en las grabaciones de más de cuarenta discos y a su sello discográfico, Nuada Records, se han acogido decenas de artistas de diversa procedencia estilística.
            Toda esta actividad viene avalada por su formación en la música clásica, que ha sabido conjugar con experiencias en el ámbito de la música electrónica. Ello desemboca, como corolario ineludible, en la publicación de su nuevo álbum. Pues “Océanos” es trabajo de autor donde los haya, ya que suya es, además de la música, la letra, los arreglos y la grabación.
            Dice Augusto Guzmán que “Océanos” debe mucho al equipo con que ha contado. Estoy de acuerdo. Sobretodo a la voz de Araceli Sánchez, profunda y sensual. Y al bajo eléctrico de Lorenzo Laguna, muchas veces en labores de solista, lo cual es inusual, pero que confiere al conjunto un aire impresionista marcado por la indefinición armónica, pleno de color y ritmo.
            Color y ritmo que vienen determinados por las influencias sefardíes, magrebíes y cíngaras que se entremezclan en los diferentes temas. Así como por un muro de sonido que hace las veces de malla, en que se apoyan la melodía y la armonía, para conseguir una agresividad y un estado de embriaguez que corresponde a una música que bien podríamos decir que pertenece a otro planeta.
            Y eso que encuentra la inspiración claramente en la naturaleza. En los ríos, bosques y acantilados. Y en los océanos, que hacen fluir la verdad inasible de las cosas, de los sentidos, de las emociones. Todo ello está reflejado en el antagonismo entre una atmósfera musical envolvente y el sentido directo de unos versos, llenos de pasión, a través de una voz que clama ideas y afirmaciones. Y, no lo olvidemos, en la percusión eléctrica y acústica envueltas en un sólo canal, que ayuda a la creación de esa atmósfera de lucidez y entusiasmo.
            Augusto Guzmán, para quien lo importante es la personalidad y el compromiso, no se corta al zaherir el estancamiento musical provocado por el conservadurismo del mercado, que hace parecer futuristas composiciones con medio siglo de vida y gritos de modernidad sus copias clónicas. Océanos de personalidad.
               

Publicado en Diario Lanza el 10 de Noviembre de 2010               

jueves, 28 de octubre de 2010

La Cruzada de los Niños

ESPIRALES ELÍPTICAS
             La Cruzada de los Niños

                                                       Por: Francisco Chaves Guzmán



            Fue mediado el Siglo de la Luces, en plena efervescencia de la Enciclopedia y de la Razón, que se tuvieron las primeras noticias de unos hechos acaecidos muchos siglos atrás. Investigadores franceses e ingleses encontraron, en archivos cristianos y musulmanes, documentos que revelaban la existencia de ciertos sucesos que habían sido hurtados a la memoria colectiva, tal vez por su gravedad y vileza. Tras doscientos años de estudios por numerosos eruditos, el inglés Steven Runcimon estableció la descripción canónica de tales hechos en su libro “Historia de las Cruzadas”, publicado en 1954. 
            Resulta que en 1212, aprovechando la exaltación que acompañó a las gestas de los cruzados, clérigos alemanes de Colonia y franceses de París arengaron a legiones de adolescentes —que a su vez se convirtieron en predicadores, lo que hoy llamaríamos una estructura piramidal— para que se enrolasen en una nueva cruzada que, esta vez sí, propiciaría la toma de Jerusalén para establecer allí un reino cristiano, tal como correspondía al lugar en que se encontraba el Santo Sepulcro. El éxito de la empresa estaba asegurado por la juventud de los nuevos cruzados, ya que, aducían, el fracaso de las expediciones anteriores era consecuencia de los pecados que acarreaban los adultos que lo habían intentado. Al paso de los jovencitos se abrirían las aguas del Mediterráneo y se desmoronarían las murallas de Jerusalén.
            Este episodio ha sido llamado por los modernos historiadores La Cruzada De Los Niños. Pero estoy con los que piensan que tal denominación es engañosa. En primer lugar porque no eran niños, ya que en esa época, como herencia del Derecho Romano, la mayoría de edad civil y penal se producía a los catorce años. Y en segundo lugar porque no fue una Cruzada, sino una corriente migratoria propiciada por el poder real.
            Cuando el Papa Inocencio III tuvo conocimiento de los preparativos de la expedición se opuso radicalmente a ella y amenazó con la excomunión a los monjes, aparentemente visionarios, que la animaban. Pero los ejércitos de Federico II de Alemania y de Felipe II de Francia le hicieron entrar en razón y concedió una bula por la que se autorizaba la nueva Cruzada.
            ¿Qué razones les incitaban a emprender, incluso en contra del parecer papal,  la epopeya? Tras la guerra y la peste, multitudes de huérfanos vagaban por los campos galos y germanos, en estado de hambruna y pobreza extremas. Su lógica rebeldía comenzaba a crear problemas de orden y de propiedad. Así que decidieron quitárselos de encima. Más de cien mil muchachos llegaron al puerto de Marsella en dos interminables columnas, la que llegaba de Colonia y la que llegaba de París, llenos de fervor religioso y esperanza en un futuro heroico. La mitad de los chicos murieron en el mar, al hundirse las viejas naves en que eran transportados. Los demás fueron vendidos como esclavos en Túnez y Egipto.
            Tres grandes novelas, escritas en los últimos cien años aproximadamente, narran estos acontecimientos para deleite e instrucción de multitud de lectores. Deleite porque son tres obras de arte literario. Instrucción porque ayudan a comprender el mundo, el antiguo y el nuestro, estableciendo nexos de conexión con las “Razones de Estado” que se barajan en nuestros días.
            En 1895, Marcel Schwob publicó “La Cruzada de los Niños”, con la forma novelística inglesa, ahora convertida en clásica, de mostrar los acontecimientos desde los diferentes puntos de vista de cada uno de los personajes. La primera edición en castellano fue prologada por Jorge Luis Borges, que había quedado anonadado al tener primer conocimiento de lo ocurrido en los albores del siglo XIII. En 1990, la editorial Obelisco ha llevado a cabo una última reedición de la obra.
            En 1959, fue publicada “Las Puertas del Paraíso”, del escritor polaco Jerzy Andrezjewki, experimento literario, luego seguido por muchos, consistente en presentar el texto en una sola frase, sin signos de puntuación, pero con una carga emocional de gran calado. La obra fue igualmente denostada por el partido comunista y por la iglesia católica polaca, siendo él católico y comunista, lo que le llevó a dejar la militancia y el país. En Méjico, el catedrático Sergio Pitol realizó la primera traducción y el prólogo de la novela, que en 1996 fue publicada por la Universidad Veracruzana, uno de cuyos volúmenes conseguí para mi biblioteca particular tras mil andanzas y afanes varios. Ha sido últimamente publicada en España por editorial Pre-Textos, en 2004.
            En 2002, el alemán Peter Berling, publicó “La Cruzada de los Niños”, en clave de crónica histórica muy documentada, tal vez la más accesible para cualquier lector por su fácil y entretenida lectura. Ha sido publicada en España por editorial Grijalbo, en 2004.
            Así pues, nadie tiene excusas para no darse por enterado.         
    
Publicado en Diario Lanza el 25 de Octubre de 2010              

miércoles, 20 de octubre de 2010

Augusto Guzmán

            Augusto Guzmán ha publicado el álbum OCÉANOS, tercera parte de la trilogía que inauguraba con CERRADO y proseguía con PARAÍSO.
            OCÉANOS crea una atmósfera de sueños, propiciados por el contraste entre la música envolvente en forma de malla y la voz directa de Araceli Sánchez. Son de destacar los solos de bajo de Lorenzo Laguna y la conjunción de percusión acústica y eléctrica.
            Tiene un marcado aire impresionista, conjugando elementos sefardíes, magrebíes y cíngaros, lo que le da un cierto aire de agresividad y pasión, que lleva a la embriaguez sensorial e intelectual.
            No hay que olvidar que Augusto Guzmán participó con el Colectivo La Fragua en varias exposiciones de fotografía, otra de sus habilidades artísticas. Y que ha compuesto música para ballet, opera, teatro y cine.     

sábado, 9 de octubre de 2010

JAVI LÓPEZ


            Javi López ha estrenado en la sala del Teatro de la Sensación su último cortometraje, que lleva por título Mistery Castle.
            En Mistery Castle se hace referencia a una serie de asesinatos cometidos en el castillo de los Caballeros Calatravos en tiempos medievales. Pero ello es tan sólo una anécdota que le sirve a Javi López para llevar a cabo un experimento cinematográfico, muy sólido técnica y estéticamente, en el que el protagonismo  absoluto de la acción corresponde al haz de luz de una linterna, con el que consigue llevar al patio de butacas una sensación claustrofóbica delirante.
            El montaje es una muestra apasionante de gran oficio y buen gusto.  

JOSÉ LUIS MARGOTÓN

            José Luis Margotón ha estrenado en el Teatro de la Sensación su cortometraje “Número 15”, que hace referencia precisamente a ser su décimo quinta obra cinematográfica.
            En “Número 15” cuenta, con estética y humor fellilianos, la doble vertiente presente en toda su obra, que transcurre entre el cine social y el cine intimista.
              “Número 15”, que en mi opinión es la más conseguida de todas sus películas, es una muestra de cine artesano que actúa como vehículo de opiniones políticas y personales, con una gran fuerza visual y una agudeza digna de alabanza.
            La película esta explícitamente dedicada a Federico Fellini y el final está basado en el epílogo de su film “Casanova”.

viernes, 24 de septiembre de 2010

LA NOVELA ANTIUTÓPICA

ESPIRALES ELÍPTICAS

La Novela Antiutópica

                                                                                                           Por: Francisco Chaves Guzmán

            El género llamado ciencia-ficción presenta dos rasgos que constituyen el denominador común de todas las obras a él adscritas: que la acción tiene lugar en el futuro y que dicha acción ocurre en un entorno tecnológicamente muy avanzado. Novela, cine y cómic se han encargado durante décadas de poner a nuestra disposición innumerables ejemplos que comparten esos rasgos.
            Pero ahí terminan las similitudes del género, que se ha desgajado en multitud de ramas hasta constituir cada una de ellas un subgénero con reglas y premisas propias. Así tenemos el subgénero “de aventuras”, que no va más allá de ser un pasatiempo cuya línea argumental la constituyen amores y heroísmos varios, traspasados de otros ámbitos más tradicionales a los que se les ha añadido algún vehículo interplanetario. Existe también el subgénero “catastrofista”, anunciador de exterminios masivos, cuya dosis de moralina es directamente proporcional a la cantidad de palabras escritas y cuyo mensaje de tonos apocalípticos hace temblar a los chicos descarriados. Y el subgénero “esotérico”, encargado de llenar las galaxias de espíritus benévolos y maléficos, capaces de explicar el cosmos a quienes no están dispuestos a prestar atención a la teoría del big-bang. Y algunos otros subgéneros, como el “erótico”, el “patriótico” o el “infernal”.
            Pero, entre todos ellos, el más sugerente es el “didáctico”. Que utiliza fábulas galácticas para explicar el mundo actual, las intrigas políticas, la aparición de las religiones, la función del periodismo y hasta los vaivenes del precio del trigo o las diferentes posturas respecto a la utilización de la energía atómica. Todo ello a la luz de la biología, la historia y la sociología. Cabe señalar a Isaac Asimov como el más destacado de sus intérpretes, en especial por su heptalogía sobre Las Fundaciones.
            En efecto, este tipo de ciencia-ficción intenta dar a conocer el mundo actual con claves provenientes de los últimos descubrimientos de las ciencias físicas y sociales, procurando al lector datos y relaciones de una forma divulgativa y amena, con diferentes niveles de lectura. Pero no ha llegado a la Historia de la Literatura por generación espontánea, sino que es descendiente directo de otro tipo de novelas que difícilmente pueden encuadrarse en la ciencia-ficción, pero que comparten con ella la ubicación de la trama en el futuro y el entorno tecnológico avanzado: las novelas políticas y filosóficas que denunciaron a mediados del siglo pasado los peligros inmediatos que se cernían sobre la libertad. Aunque es necesario decir que tanto el futuro como la tecnología utilizados en ellas son un mero velo tras el que se presenta la realidad en toda su crudeza. Huxley, Bradbury y Orwell son los autores más clarividentes, en mi opinión, y más leídos de cuantos se han acercado a esta forma de examinar el mundo circundante.
            En “Un Mundo Feliz”, Aldous Huxley presenta una ciudad compartimentada en castas, en el que la igualdad oficialmente promulgada esconde el dominio absoluto de una de las castas, en el que la paz es simplemente un corolario de la sumisión, en que la sumisión se logra suministrando una droga destructiva, en el que la libertad sexual consiste en las relaciones compulsivas entre individuos previamente autorizados y en la que el poder omnímodo tiene instrumentos legales para eliminar cualquier disidencia.
            En “1984”, George Orwell nos muestra una sociedad en el que el lenguaje ha sido forzado de tal manera que los ministerios de la Guerra, del Interior y de Información reciben los nombres de Paz, Amor y Verdad. En la que no existe el menor atisbo de vida privada, porque el ciudadano no ve la televisión, sino que es visto por ésta y tiene la obligación de estar continuamente dentro del radio de acción de una pantalla. En la que las noticias se fabrican y se eliminan atendiendo a las necesidades del poder.
            En “Fahrenheit 451”, Ray Bradbury da vida a un cuerpo de bomberos cuya función no es apagar los incendios, sino provocarlos, dedicado exclusivamente a quemar los libros que aún guardan los ciudadanos y las bibliotecas clandestinas. En un contexto en el que la mayor virtud es la delación y el mayor delito la curiosidad intelectual, estando prohibido todo aprendizaje que no sea relativo al trabajo para el que se ha sido programado.
            El hecho de que en estas novelas la trama carezca de importancia, y sirva solamente como telón de fondo al dibujo de los regímenes totalitarios que describen, ha propiciado que su paso al cine no haya sido especialmente afortunado, pues únicamente Truffaut ha conseguido dar en la tecla exacta con su “Fahrenheit”.
            Puesto que este tipo de novela no es ciencia-ficción, tal vez sea deseable denominar al conjunto de ellas de alguna manera. En tal caso, me uno a quienes han optado por darle el nombre de Antiutopía, puesto que se empecinan en describir formas de gobierno en las antípodas de lo deseable.
  
Publicado en Diario Lanza el 23 de Septiembre de 2010
                 
       

viernes, 20 de agosto de 2010

EL TORO MITOLÓGICO

ESPIRALES ELÍPTICAS

El Toro Mitológico

                                                                                    Por: Francisco Chaves Guzmán

            Dada la inveterada afición —que hoy sería tildada como enfermiza por todas las escuelas psicológicas— de Zeus a transformarse en cualquier tipo de animal para seducir a sus amantes, a nadie puede ya sorprender que se presentase en forma de toro ante la jovencita Europa, que se bañaba junto a sus amigas en las dulces aguas del mar Egeo. Tuvo con ella tres hijos, uno de los cuales, Minos, sería más tarde rey de Creta. Y el toro en que Zeus se había transformado fue convertido después en la constelación de Tauro.
         



            Así nace el mito, aunque Zeus ya había adoptado el mismo disfraz para raptar a la ninfa Io. Mito que, como todos los mitos, está lleno de vida y da lugar a sucesivas adaptaciones según las necesidades de los tiempos.
            Dice el sentir popular que los hijos pagan los deslices de sus padres. Tal cosa le ocurrió a Minos, aunque sólo fuera por el afán de alimentar el mito y fortalecer la leyenda y la tragedia. Veamos cómo pasó.
            Se cuenta que Minos, siendo ya rey, incumplió la promesa hecha al dios Poseidon de sacrificar en su honor el toro más hermoso de sus prados. Tamaña traición llevó a Poseidon a montar en divina cólera e hizo enloquecer al toro —desde entonces llamado Toro de Creta—, que se dedicó a devastar la isla, y caer enamorada por el astado a Pasífae, esposa de Minos. El concubinato entre ambos tuvo como fruto un ser ominoso, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, poseedor de lujuria y apetito descomunales, el Minotauro.
            Entonces el rey Minos, tal vez deseoso de tapar a los ojos del pueblo las veleidades de su esposa, construyó el laberinto para esconder en él al monstruo, que exigía de forma continua para su condumio los más tiernos y tiernas adolescentes. Hasta que fue derrotado y muerto por otro adolescente de cintura breve y anchos hombros, Teseo, con las armas de su belleza y su astucia. Entretanto, el propio Hércules había conseguido expulsar de la isla al padre del monstruo y amante de la reina, el Toro de Creta.
            (Pequeños detalles y variantes de esta leyenda pueden encontrarse en cualquier compendio de “Mitología Clásica”, siendo especialmente recomendable la de Antonio Ruiz de Elvira. Y una moderna vuelta de tuerca a la personalidad del Minotauro está presente en la apasionante novela “Sinuhé el Egipcio”, del finlandés Mika Waltari).
            De todas formas, no hay que olvidar que el toro ha estado presente en todas las culturas del ámbito mediterráneo, cuyos habitantes siempre le atribuyeron excelentes cualidades dinámicas y reproductoras. Puede ser considerado como un animal totémico que, como el resto de animales totémicos identificados por los antropólogos en todas las culturas, ha de ser ritualmente muerto y devorado por la tribu para así apoderarse de su arrojo y valor.
            Aún así, la figura del toro y sus derivaciones no es de las más repetidas en la mitología clásica. Pero reaparece en el siglo V de nuestra era en el alto Egipto, en el último fulgor del helenismo, coincidiendo en el tiempo con la persecución de los “paganos” organizada por los cristianos en el Bajo Egipto, que Alejandro Amenazar relata con tanto efectismo en su película “Ágora”.
          



            Allí, el iluminado poeta Nono de Panópolis, en su monumental “Dionisíacas”, que es la epopeya del dios Dioniso, ofrece una variante del mito muy poco conocida y que no suele figurar en los compendios de Mitología Clásica, pero que está disponible para la curiosidad del lector en la Biblioteca Clásica Gredos.
            Cuenta el poeta que siendo Dioniso aún adolescente mantenía una relación amorosa —ya se sabe cómo eran los dioses antiguos— con un joven humano llamado Ámpelo, que gustaba de cabalgar en los prados un hermoso toro propiedad del dios. Celosa la envidiosa Selene de la belleza y orgullo del muchacho, ordenó a un tábano que aguijonease la piel del toro y este, al recibir la picadura, loco de dolor, descabalgó al joven Ámpelo, que se desnucó contra una roca y luego fue salvajemente corneado por el astado. Tras las tristes exequias, Dioniso condenó a la raza de los toros a morir atravesada por su afilado tirso y convirtió al joven en la planta de la vid. Para adornarse eternamente con sus frutos y poner a disposición de los humanos un lenitivo que echase al viento sus penas.
            También cuenta Nono de Panópolis que el propio Dioniso creía soñar que, desde más allá de la muerte, la sombra de Ámpelo le gritaba: “Tengo ojos para ver, pero no puedo ver; tengo oídos para oír, pero no puedo oír”. 

Publicado en Diario Lanza el 16 de Agosto de 2010          

sábado, 31 de julio de 2010

EL REY DE LOS ALISOS

ESPIRALES ELÍPTICAS

                        El Rey de los Alisos

                                                  Por: Francisco Chaves Guzmán

                    Las dificultades que a veces se tienen para comprender lo que en apariencia son inaprensibles cabriolas de un texto poético, o de una obra artística en general, están determinadas por nuestra negativa a reconocerles su condición de seres vivos. Que, como estos, nacen, crecen, se multiplican y mueren. Sólo que la muerte de la obra de arte no viene determinada por su desaparición física, sino por su incapacidad para crear nuevas formas en los talleres mentales de nuevos artistas. En el mundo del arte, como en el neo darwinismo, la selección natural no implica únicamente supervivencia, sino también aptitud reproductiva.


                       Esto quiere decir que el tono vital de una novela o de un poema no depende en exclusiva del número de ediciones que se publiquen, sino, sobretodo, de su capacidad para engendrar descendientes artísticos.
                      Estas incipientes reflexiones sirven aquí para enmarcar la peripecia de una obra escrita en su juventud por Wolfgang Goethe. Que no es su “Fausto” ni su “Werther”, justamente conocidas y reconocidas por cuantas generaciones de lectores han aparecido durante doscientos años. Sino un pequeño poema, en forma de balada, que llevaba por título “El Rey de los Alisos”. En él Goethe defiende la vida como aventura personal sin límites. La muerte, que el padre del protagonista asume como real, significa la emancipación del hijo adolescente. Y también denuncia que el exceso de vigilancia y burbuja aséptica lleva a la ruina física, moral e intelectual.
                    Hay que hacer notar que prácticamente al mismo tiempo Hölderlin escribía su “Hiperión”, una de las cumbres de la poética romántica, donde defendía asimismo la aventura y el riesgo como formas naturales de la existencia. Y que un siglo más tarde Sigmund Freud utiliza la muerte como símbolo orgásmico y señala a la madre sobreprotectora —el entramado social— como promotora del apocamiento de los jóvenes.
                   Pero no es hasta 1970 que un emergente novelista francés recibe la llama que había prendido el poeta alemán. En efecto, Michel Tournier escribe entonces la novela “El Rey de los Alisos”, homónima de la balada alemana, en cuyas páginas reconoce expresamente haber sido inspirado por los versos de Goethe y que le vale el premio Goncourt. Es más, en la mayor parte de sus novelas posteriores está presente el espíritu que animaba aquella balada romántica, como ejemplifican “Los Meteoros” y, sobretodo, “La Gota de Oro”, cuyo alto contenido poético la convierte en una de las referencias ineludibles de la letras francesas del siglo XX.
                    De esta forma se rescata del olvido un poema “menor”, desdeñado por críticos y filólogos durante casi doscientos años, de un poeta “mayor”.

                       Y se pone en funcionamiento el molino de la historia y del arte, en el que se amasa la semilla de la genialidad y de la sensibilidad, esparciendo a los cuatro vientos las sutilezas y argucias de los encantadores de palabras.
                      Esta es la razón por la que sólo un año después el cineasta Louis Malle lleva a la pantalla “Un Soplo en el Corazón”, cuyo motivo fundamental es precisamente la balada de Goethe. Aunque los críticos tienden a desviar la atención del espectador hacia las anécdotas incestuosas que abren y cierran la película, estas no son nada más que prolegómenos y corolarios de un tríptico en el que el plano central es “El Rey de los Alisos”. No en vano Louis Malle tiene una especial sintonía con la adolescencia y está considerado como un gran director de actores jóvenes, como demuestra con suficiencia en “Zazie en el Metro”, “La Pequeña”, “Lacombe Lucien” y “Adiós Muchachos”.
                     En 1976, el pedagogo, también francés, René Scherer utiliza la balada de Goethe como fundamento de su ensayo “Álbum Sistemático de la Infancia”, en el que arremete fieramente contra el sistema educativo del mundo occidental, al que acusa de responsable de la estulticia y de domesticador implacable. Porque piensa, como Bertolt Brecht, que “no hay enemigo más peligroso para el elefante selvático que el elefante domado”.
                    Y, en una especie de justicia poética universal, el cineasta germano Volker Schlöndorff adapta para la pantalla la citada novela de Michel Tournier, bajo el nombre de “El Ogro”, devolviendo así “El Rey de los Alisos” a sus raíces alemanas. En una variedad de pirueta elíptica, que es como suelen expresarse los sujetos históricos.
                   Tal vez no sea necesario añadir que yo, alcanzado por el oleaje causado por el renacimiento de un poema, me convierto en brizna de hierba que las ondas acarician para tomar, aunque sea muy levemente, una nueva dirección.


Publicado en Diario LANZA el 19 de Julio de 2010

domingo, 20 de junio de 2010

Félix Grande, una Danza Salvaje

ESPIRALES ELÍPTICAS

      Félix Grande, una Danza Salvaje
                                                Por: Francisco Chaves Guzmán


       Cuando en el siglo XI el persa Omar Kheyyam, uno de los más grandes matemáticos de la historia y uno de los padres de la matemática moderna, escribía entre teorema y teorema su libro de versos “Rubaiyat” difícilmente podría haber pensado que cerca de mil años después un español de la comarca de La Mancha lo tomaría como punto de partida para un poemario que acabaría ganando el Premio Nacional de Poesía.
      Porque si Félix Grande tituló su libro “Las Rubáiyátas de Horacio Martín” no puede caber duda de que, lo mismo que es preciso considerar a Horacio Martín un alter ego del autor —heterónimo es palabra que me produce tremendo rechazo—, es también absolutamente lógico pensar que la otra parte del título, Las Rubáiyátas, ha de ser un homenaje al escritor persa. De hecho, ambos libros comparten, además del título, pasión, sensualidad, alegría, placer, júbilo. Y un tremendo amor por el amor y por las palabras convertidas en música. El hecho de que, mientras Omar Kheyyam dedica su libro a las cinturas de coral, Félix Grande lo dedique a los pechos boreales es meramente circunstancial e histórico, porque un mismo corazón salvaje y lúdico late en los versos de ambos.
      Mas también hay diferencias. La obra de Omar Kheyyam, escrita en la vejez, tiene el tinte del descreimiento, de la fatiga: el autor sabe que los días de las suaves mejillas y de la embriaguez compartida han llegado a su fin. Que le toca beber el vino de la soledad y que el recuerdo de los amores ya idos es el arma que le queda para herir a los puritanos, a los poderosos y a los hipócritas. Eso y un humor
corrosivo, cuando dice, por ejemplo, “No pretendo pedir el perdón de mis culpas // pues creo irreverente hablar con los dioses”.
      Mientras tanto, cuando escribe sus Rubáiyátas, Félix Grande tiene toda la fuerza de la juventud. Nos encontramos, por tanto, ante una obra profética, rebelde y, en el mejor sentido de ambas palabras, utópica y revolucionaria. Aún tiene tiempo de beber en compañía y besar todos los pechos del mundo. Su arma es el futuro plagado de “gemidos insurrectos”, de “placer inexorable”, del “antiguo canto de los cuerpos”. No le hace falta el humor. Porque sus palabras se clavan, sin necesidad de paños calientes, en el corazón de los impostores cuando dice, por ejemplo, “Mientras nos lo prohíben // juguemos, sí, con fuego. // Un himno a los que viven // como una brasa el juego” o “¡Gracias, dioses, porque también // el placer es inexorable!”.
      Otra diferencia notable radica en el tipo de lenguaje empleado. Omar Kheyyam utiliza un vocabulario muy sencillo, directo, en el que la poesía está basada más en la idea que en la forma, en el que las urgencias expresivas tienen más peso que las cabriolas, tal vez porque la necesidad de gritar es perentoria y no admite la menor dilación.
      Félix Grande también grita y de manera contundente. Pero su grito, aunque firme, es más sosegado, más armonioso. Puesto que tiene por delante toda una vida para recalcarlo, puede permitirse bailar con los versos una danza salvaje, basada en el ritmo interno y en la elección da cada palabra, acelerando y ralentizando hasta envolver al lector con una espiral de colores y notas de la que no puede zafarse hasta finalizar el último verso del último poema.

      Además, Félix Grande se declara dueño de su propio destino. En la lucha contra un entorno hostil, al que ataca con virulencia, sólo cuenta con su valor y con su amor, pues es un hombre comprometido consigo mismo y con sus ideas, para quien el triunfo radica en el mero hecho de la batalla. Entretanto, Kheyyam se muestra satisfecho por dejar su futuro en manos del destino.
      Dos formas poéticas distintas y dos posturas diferentes ante la vida para dos escritores que comparten bases filosóficas semejantes, pues ambos parten del modelo epicúreo y hedonista, aunque matizado por el signo de sus particulares tiempos históricos.
     Terminaré diciendo que, para mí, Félix Grande es un poeta esclarecido y esclarecedor. Que en todos los recitales poéticos que doy siempre hay, al menos, uno de sus poemas. Porque la pasión y el ritmo de sus composiciones son muy adecuados para la poesía leída y comunicada en voz alta. Resulta maravilloso observar cómo tiembla el auditorio cuando escucha recitar cualquiera de sus Rubáiyátas.
      (Y un paréntesis final para advertir que la única traducción del poemario de Omar Kheyyam, de las que conozco, que merece ese nombre es la de José Gibert, que publicó Plaza y Janés en 1969).

Publicado en Diario Lanza el 16 de Junio de 2010 

domingo, 23 de mayo de 2010

Francisco Nieva, Príncipe de Pantaélica

ESPIRALES ELÍPTICAS

    Francisco Nieva, Príncipe de Pantaélica
                                                Por: Francisco Chaves Guzmán

     Estábamos en plena transición política cuando fui espectador, en un local casi clandestino valenciano, de una representación teatral, a cargo de un grupo aficionado de Elche, que me dejó entusiasmado. La obra se llamaba “El Monje Entreverado” y el cartel anunciador no hacía referencia alguna a su autor.
     Meses después, en el transcurso de un viaje a la ciudad de Elche—viaje artístico, político y amoroso, constelación perfecta en los tiempos que corrían—supe que el dramaturgo responsable de “El Monje Entreverado” se llamaba Francisco Nieva y que el verdadero título de la obra era “Coronada y el Toro”, siendo el monje entreverado nada más que uno de sus personajes.
     Supe también que el disfraz nominativo con que se presentaba la obra de teatro no se debía sólo al intento de burlar la censura, sino también al propio autor, que era muy celoso de sus creaciones y nada propenso a permitir que nadie las llevase a escena sin su directa supervisión. Comprendo y comparto las razones de Francisco Nieva a ese respecto, pero la verdad es que la puesta en escena a la que asistí era un magnífico espectáculo teatral y que gracias a ella me convertí en infatigable seguidor del autor. Pues he de confesar que, en aquel momento, yo no tenía la menor idea de quien pudiera ser el tal Francisco Nieva.
     Con el paso del tiempo —el Tiempo, ese gran aliado de los buscadores de tesoros, de tesoros auténticos, no los inservibles del oropel y la quincallería— descubrí que “Coronada y el Toro” no era un casual estallido de luz, sino que formaba parte de un cuerpo artístico armonioso con el que resultaba por completo consecuente. Y la publicación de su “Teatro Completo”, en 1991, constituyó un festín propio de sibaritas capaces de administrar con tiento sus exquisitas delicias. Exquisitas por la rotundidad con que se mezclan ingredientes de diversa naturaleza. Donde el texto es un jardín de singularidades lingüísticas en el que se refocilan creativamente los giros nacidos espontáneamente en la calle y el discurso reglado de las academias.
     El teatro de Francisco Nieva supone la abolición de las convenciones morales, el trastrocamiento de los roles a cada cual adjudicados. No existen diferencias entre el comportamiento de los nobles y de los criados, entre los vicios de los supuestamente honorables y de los supuestamente degenerados, entre los grandes gestos de los dirigentes y el egoísmo rampante de los súbditos, entre la luminosidad engreída del ave fénix y las sombras siniestras de la rata de alcantarilla. Supone, en definitiva, mostrar en público las endebleces ideológicas, los auténticos bajos instintos, la palabrería vacua, los disfraces con que se oculta la realidad y las tristes miserias de los que se creen protegidos por la fortuna. Es el espejo en que se refleja la hipocresía que anida en todos los rincones y de la fuerza telúrica que es necesario poner en juego para dar un paso liberador.
     Personalmente, tengo especial debilidad por las obras que pertenecen a la época, llamada por los críticos, del Teatro Furioso. Además de “Coronada y el Toro” son imprescindibles muestras de ese momento “La Carroza de Plomo Candente”, “El Rayo Colgado” y “Los Españoles Bajo Tierra”. Sin olvidar algunos espectáculos trepidantes, como “El baile de los Ardientes” o “El Manuscrito Encontrado en Zaragoza”, versión teatral de la novela homónima de Jan Potocki. Esta ha sido precisamente la última obra suya que he visto representada. Era tal el vigor de lo contado en escena que algún jovencito tuvo que ser evacuado del teatro, a media función, preso de lágrimas e histeria, acongojado y acojonado.
     Ahora bien, si su teatro divertido y onírico ya le tiene reservado un sitio de honor en la historia de la literatura, de lo que creo no puede caber la menor duda, su producción novelística está llamada a proporcionarle un pedestal en el Olimpo de los elegidos. En especial, la portentosa “Viaje a Pantaélica”, en mi opinión una de las cumbres de la literatura universal, que comenzó a escribir cuando era casi un adolescente y acabó tres o cuatro décadas más tarde, siendo ya un dramaturgo de peso. En ella se narra la expedición iniciática y aventurera del joven Cambicio de Santiago desde su Galicia natal hasta la fabulosa Pantaélica, suma de cuantas intrigas ha conocido la humanidad, y de sus andanzas por los interminables pasillos palaciegos, donde cada recoveco constituye una nueva sorpresa política y filosófica que le hará más sabio y más decidido. La inmensa imaginación del autor y su dardo punzante llevan al lector a un éxtasis alucinatorio, donde los personajes se cruzan y entremezclan con los de sus dramas.
     Ante tales muestras de ingenio, sus premios literarios y su sillón en la Academia no son sino jalones referenciales de su excelencia literaria. En mi magín he creado una distinción nueva, pensada exclusivamente para él: la de Príncipe de Pantaélica.

Publicado en Diario Lanza el 19 de Mayo de 2010

lunes, 26 de abril de 2010

Vampiros Exquisitos

ESPIRALES ELÍPTICAS

                       Vampiros exquisitos
                                             Por: Francisco Chaves Guzmán

     Aunque desde el siglo XVII el príncipe Vlad —una mezcla de historia y leyenda— había conquistado la pluma de ciertos escritores, y algunos cuentos sobre el personaje comenzaban a difundirse por buena parte de Europa, no fue hasta la eclosión del Romanticismo que el mítico vampiro tomó auténtica carta de naturaleza literaria. Goethe y Potocki, además de otros muchos poetas de le época, incluyeron el vampirismo en sus novelas. Pero actualmente la más recordada de todas ellas es “El Vampiro”, de Polidori, sin lugar a dudas a causa de que fue pergeñada al tiempo que el “Frankenstein”, de Mary Shelley, en el transcurso de unas vacaciones que pasaban en Suiza junto a Lord Byron y Percy B. Shelley.
     Este largo periodo de gestación del personaje del Vampiro guarda una gran similitud con el de Don Juan, pues éste también había aparecido casi de incógnito en las cantigas gallegas medievales y tuvo que esperar varios siglos para ser tomado en consideración por los grandes escritores y expandirse después por los territorios lingüísticos de diferentes literaturas.
     Lo cierto es que el Vampiro sentaba bien a la estética y a la ideología romántica, con su gusto por lo medieval, con sus ruinas preñadas de misterios, con el estremecimiento producido por la confluencia de lo bello y de lo sublime sobrecogedor. Pero no del todo, pues el paisaje era connatural a ese movimiento artístico —basta recordar los óleos de Friedrich o de Gericault— y el Vampiro necesitaba espacios cerrados, simas sin luz
     Por tal razón, el Vampiro tuvo que esperar casi otro siglo para hallar el momento adecuado en que mostrarse en todo su esplendor literario, cuando Bram Stocker le adjudicó el nombre de Drácula en una novela de arquitectura perfecta. Pero Stocker no trabajó en el vacío, sino apoyado en un nuevo movimiento pictórico que hundía sus raíces precisamente en el romanticismo, pero prefería los interiores neogóticos a los paisajes abiertos: el Simbolismo. Moreau, Delville, Ensor, Klimt, y Munch, por citar a los más relevantes seguidores de esta corriente artística, habían encontrado el habitat perfecto para el monstruo de las tinieblas.
     Afortunadamente, los mitos literarios no pueden cerrarse en sí mismos. Su propio carácter de mito obliga a los artistas a darles nueva vida acorde con el cambio que traen las vicisitudes de los tiempos. Tal cosa ha ocurrido siempre, y a todos los mitos, y cuanto más universales han sido más secuelas han producido.
     Una, de gran importancia, se llama Lestat, nombre que ha dado Anne Rice a su propio vampiro, casi otro siglo después que el de Stoker. La inmensa saga vampírica de Anne Rice cuenta con docenas de novelas, pero sólo tres merecen alguna atención, “Entrevista con el Vampiro”, “La Reina de los Condenados” y “Lestat el Vampiro”. Esta última es una auténtica obra de arte, de un ritmo trepidante y un análisis exhaustivo del mundo actual bajo múltiples disfraces.
     Por supuesto, el Lestat de Rice se fundamenta en otro movimiento artístico, el posmodernismo, que intenta ser suma y superación de todos los anteriores, manejando a un tiempo elementos románticos, simbólicos, realistas y de todas las vanguardias. Personalmente, no tengo especial sintonía con el posmodernismo, que me parece un batiburrillo de ideas y sensaciones, pero sí el convencimiento de que Lestat va a dar mucho más que hablar de lo que ahora podemos imaginar. ¿Por qué? Porque es un modelo nuevo. Frente al Drácula de instintos primarios, que se alimenta para la supervivencia, corroído por su propia maldad, atroz y deforme, se levanta Lestat. Que le gusta vivir en grandes palacios, rodeado de obras de arte, amigo de las fiestas y de los oropeles, orgulloso de sí mismo, bello, aficionado a los bocados exquisitos.
     Es preciso hacer mención, aunque muy somera, de los cineastas. El “Vampyr” de Dreyer y el “Nosferatu” de Murnau son obras estéticamente perfectas, pero aportan poco de nuevo, como no sea una denuncia de la maldad del poder absoluto. La “Entrevista con el Vampiro” de Jordan y el “Drácula” de Coppola siguen la estela de Lestat y Drácula, pero se limitan a ser superproducciones sin más afán que el espectáculo. Caso distinto es el de Polanski, cuyo “El Baile de los Vampiros” rompe para siempre con el vampiro tradicional. Y también el de Herzog, cuyo “Nosferatu” muestra los primeros signos, aunque aún muy leves, de un vampiro sofisticado. Puede que la influencia de ambos en Anne Rice haya sido más que anecdótica.
     Queda por saber qué tipo de vampiro aportará la literatura en los próximos cien años, pero es seguro que el modelo seguirá mutando y que, sin duda, será sorprendente.

Publicado en Diario Lanza el 23 de Abril de 2010

jueves, 1 de abril de 2010

De Nemo a Sandokan

ESPIRALES ELÍPTICAS

                            De Nemo a Sandokán
                                               Por: Francisco Chaves Guzmán

      Si realizásemos una encuesta preguntando qué características ha de tener una novela para ser considerada “juvenil” es seguro que nos toparíamos con respuestas no sólo diversas, sino también dispares e incluso contradictorias. Lo mismo que nos ocurriría si la pregunta se refiriese a la idea que los entrevistados tienen sobre la literatura en general o sobre cualquier género literario en particular.
     Confieso que, desde las almenas de la edad provecta, me resulta ciertamente difícil atreverme a fijar las condiciones que una novela ha de tener para que el adjetivo “juvenil” le pueda ser aplicado. Y también confieso que escribir sobre novela juvenil, cuando lo juvenil en general se desvanece entre brumas, me resulta bastante complicado. Y que el presente artículo es, más que nada, un reto conmigo mismo.
     Mas tengo a mi favor haber sido un niño y un adolescente que devoró cuantos libros cayeron en sus manos. Hasta el punto de que mi padre, precisamente quien me había inoculado el gusanillo de los libros, esgrimía como máxima amenaza el dejarme castigado sin leer un par de días. La amenaza surgió efecto y mi comportamiento fue lo suficientemente aceptable, en aquel entonces, como para haber perdido muy pocas tardes de lectura.
     Y si le pregunto a aquel niño que yo fui qué hacía que un libro me gustase, ese niño me responde que una novela debe poseer tres características imprescindibles: que tenga un estilo sencillo y ágil, sin barroquismos (el niño lo diría de otra forma); que sea un huracán de emociones preñadas de informaciones nuevas (el niño también lo diría de otra forma); y que el escritor no aproveche la situación con fines de adoctrinamiento (y aquí el niño sí emplearía un vocabulario absolutamente distinto).
     También a mi favor está el hecho de que mi curiosidad y mi inconfesable vicio por la lectura—sí, vicio, porque crea más dependencia que las drogas duras: de ahí que tenga tan mala consideración en determinados ambientes— haya propiciado que, de vez en cuando, no pueda hacer frente a la tentación de leer o releer alguna novela juvenil o pretendidamente juvenil, lo que me faculta para opinar sobre el asunto.


     Así que las lecturas de aquel niño y de este adulto me van a permitir hacer una valoración de algunos autores considerados como prototipos de la novela juvenil, a sabiendas, claro está, que de haber utilizado baremos distintos para el análisis, los resultados serían bien diferentes.
     Empezaré por decir que la lectura de “La Historia Interminable” me ha causado una agradable sorpresa, pues su carga onírica proponía la activación imaginativa de cualquier chaval que supiese leer —que no son todos—, muy por encima del resto de las novelas de su autor, Michael Ende. Caso muy contrario es el de Jordi Sierra i Fabra, cuyo empecinamiento en mostrar el camino recto, aunque a través de personajes marginales, lo convierte en doctrinario, por mucho que hoy sea el autor más leído en España. Que es lo mismo que le ocurría hace cuarenta años a José Luis Martín Vigil, con la ventaja para éste de que su prosa era de mayor calidad.
     Otros autores que se venden como “juveniles” no lo son en absoluto. Tal es el caso de Charles Dikens, cuya especialidad era la novela social con niño, autor de melodramas para llorar a moco tendido. O Walter Scott, cuyas novelas históricas eran tan de baja calidad que se las relegó al consumo juvenil —lo que hay que aguantar, muchachos—. Caso paradigmático es el de Lewis Carroll, pues sus Alicias tenían —y tienen— tantas y tan diferentes lecturas que difícilmente pueden ser asimiladas por un niño. Parecido caso es el de Louis Pergaud, a quien su “La Guerra de los Botones” le ha otorgado un lugar al sol.
     Quien sí me parece un autor de excelente novela juvenil es Mark Twain, pues las correrías de Tom Sawyer y Huckleberry Finn son auténticas delicias para las mentes calenturientas de poca edad. O Richmal Crompton, pues el incorrecto —sobretodo, hoy— Guillermo sirve de acicate al sentido del humor de los alevines. Y no digamos Jules Verne, el de los alucinantes viajes por todo el orbe, entrenador de futuros científicos, cuyo Capitán Nemo es el modelo para cualquier relato aventurero. Y, sobretodo, Emilio Salgari, cuyas novelas no sólo se leen, sino que también se tocan, se huelen, se oyen, se saborean… pues son grandes aventuras lanzadas a conquistar los sentidos y la imaginación de los chavales más soñadores. Sandokán y los Tigres de la Mompracem no son sino un ejemplo de lo que en sus páginas puede encontrarse, que es diversión y emoción en estado puro.

Publicado en Diario Lanza el 29 de Marzo de 2010

sábado, 13 de marzo de 2010

La Memoria y el Azar

ESPIRALES ELÍPTICAS

                   La Memoria y el Azar
                                                  Por: Francisco Chaves Guzmán

     Acaba de publicarse en España, por primera vez, la filmografía completa de Fernando Arrabal. Sus películas, que nunca fueron estrenadas en España, y que para mi eran únicamente títulos sin significado, han dado pie a estas líneas. Pero es necesario que vayamos por partes.
     Cuando a finales de los años setenta comenzaron a publicarse sus obras teatrales en nuestro país, su lectura fue para mí un descubrimiento luminoso y pronto me convertí en un lector devorador de todos sus escritos y devorado por ellos: se convirtió entonces en una referencia importante. Hasta que conocí a su personaje predilecto: él mismo.



     Entonces fui apartándome de su obra poco a poco, pues su histrionismo compulsivo quedaba en contradicción con mi forma de ser. Ese personaje que representaba ante los medios de comunicación, lenguaraz e irrespetuoso, quedaba en las antípodas de lo que yo consideraba digno de atención y crédito. Seguí leyendo sus obras, pero con menos delectación y provecho que anteriormente.
     Ahora sus películas me han obligado a recapacitar sobre esa ruptura, que ha estado en trance de ser definitiva. Por dos razones. La primera, que he comprendido que su histriónico personaje era sólo eso, un personaje. La segunda, porque son bellísimas, de una estética irreprochable, y de una imaginación desbordante.
     Bella e imaginativa es “Iré como un caballo loco”, una muestra de respeto interracial trufado de un humor negro estrafalario. En mi opinión, la mejor de sus películas. Porque “Viva la muerte” y “El árbol de Guernica” soportan el peso de un exceso de militancia política explícita además de un exceso de datos autobiográficos que no le hacen ningún bien, aunque su factura cinematográfica es de muy alta calidad. Y “Adiós, Babilonia” es cine experimental cuya fórmula está siendo repetida veinte años después, por algunos cineastas jóvenes, en forma de videoarte. El feminismo radical de esta película es mucho más sincero y rebelde que el que se vende hoy en los grandes almacenes. “El cementerio de automóviles” y “El emperador de Perú” son, en mi opinión, sus producciones más flojas, una por ser gratuitamente provocadora y la otra por ser gratuitamente amable, al menos en apariencia.
     A este respecto es preciso tener en consideración que el primer cine de Arrabal sigue inmediatamente en el tiempo a la última etapa de su época “pánica”, la revolucionaria, que coincide con la descomposición del régimen franquista, con el que tenía cuentas pendientes que saldar. Ya se sabe que el tardofranquismo entraba a todos los trapos en su afán por mantener la ortodoxia, y esa circunstancia daba alas a Arrabal para sacar de sus casillas a puristas y censores. Pero, en mi opinión, esto no fue sino un paréntesis motivado por un hecho histórico, pues creo que los intereses de Arrabal no son políticos, sino artísticos en general y por el teatro en particular. Esto no significa que Arrabal no tenga posturas políticas, que las tiene y bien marcadas, mas sus prioridades están en el universo de la creación, donde sí aparecen como uno de sus componentes.

   Cuando en 1960 funda, junto a Topor y Jodorowosky, el movimiento “pánico”, que parte del surrealismo, su objetivo es ir más allá del surrealismo mismo, instaurando una libertad total del artista. Ello entronca con su teatro “efímero”, efímero porque, al basarse en la casi completa improvisación de los actores, no podía ser representado dos veces de la misma manera. Así lo efímero lleva a lo burlesco, y lo burlesco a lo “pánico”, lo que hace referencia al dios Pan, que amenizaba y horrorizaba a un tiempo con su cohorte de ninfas y sátiros. Y este es el espíritu del teatro de Arrabal en toda su trayectoria, antes, en y después del movimiento “pánico”, divertir y asustar en una ceremonia catártica que sirviese de revulsivo al espectador.
     Esto puede comprobarse incluso en sus obras de juventud, cuando las influencias del “postismo” de Edmundo de Ory y Ángel Crespo eran evidentes. “Pic-Nic” y “El Triciclo”, escritas en los primeros años cincuenta, ya cuentan con ese impulso catártico, donde yo creo que se encuentra la fuerza vital de toda su obra, teatral, novelística, poética, ensayística o cinematográfica.
    Cuando el personaje histriónico por él ha inventado vaya diluyéndose en el transcurso de los años, permanecerá su obra utópica y burlesca. Una frase suya lo explica: “El papel del artista es combinar la vida, que es memoria, con el hombre, que es azar”.

Publicado en Diario Lanza el 11 de Marzo de 2010

miércoles, 10 de febrero de 2010

Maldito y Martir

ESPIRALES ELÍPTICAS

                        Maldito y Mártir
                                             Por: Francisco Chaves Guzmán

     El malditismo en la literatura, y en el arte en general, no es monopolio de ninguna época ni país. Pero si hay dos creadores que lo ejemplifiquen, por encima de todos los demás, son Caravaggio como pintor y Genet como literato. Dos genios que se enfrentaron al orden social de su tiempo y bebieron hasta el último trago de la marginación y de la soledad. Si Caravaggio fue el pintor de la luz, por los contrastes y el realismo contundente de sus retratos, Genet ha sido el escritor de las sombras, por sacar a relucir lo que la sociedad francesa tenía escondido bajo la alfombra

Y no es que la Francia del siglo XX haya tenido mala cosecha de malditos. Radiguet, Carco, Artaud y Duvert son algunos de los más célebres. Pero Genet tenía auténtica vocación, de maldito y de mártir. Esa es la razón por la que le dedico el presente artículo.
     Y es también la razón por la que Jean Paul Sartre le dedicó su ensayo “San Genet, Comediante y Mártir”, que, por cierto, no gustó nada al aludido, pero tuvo que callarse porque estaba en deuda con el autor. Deuda y no pequeña, pues entre Jean Cocteau y Jean Paul Sartre habían conseguido su indulto de una condena a cadena perpetua y le habían hecho un sitio en el Parnaso. Por cierto, que Cocteau y Sartre también se sintieron atraídos por el malditismo, pero saborearon el éxito demasiado pronto como para terminar devorados entre sus fauces. Así que Jean Genet, con más de media vida pasada en la cárcel, en la que entró por primera vez a los quince años, se encontró inesperadamente convertido en un autor de éxito. Mas no por ello cambió sus principios ni sus vicios.

     De pronto, bajo los auspicios de Cocteau y Sartre, sus obras de teatro se representaban en los cinco continentes con éxito arrollador. “Las Sirvientas”, “El Balcón” y “Los Negros” fueron, y son, consideradas piezas maestras de la escena. Pero he de confesar que a mí me parece especialmente interesante “Severa Vigilancia”, drama carcelario en el que un bandido adolescente, condenado por robo, se siente fascinado por los grandes crímenes cometidos por los presos más duros del penal, lo que les confiere un aura casi mística de poder y fuerza que borra su envilecimiento.
     También sus novelas, prohibidas con anterioridad, conocen el fulgor de las grandes ediciones y la atención de los críticos, divididos en dos bandos irreconciliables, el que lo sube de inmediato a los altares y el que lo condena al fuego eterno. “Diario del Ladrón”, “Milagro de la Rosa”, “Santa María de las Flores” y “Pompas Fúnebres” se convierten en libros de culto, que todos deben leer aunque sea para denostarlos. Y el éxito concluyente llega con “Querella de Brest”, un pandemonium de marineros, proxenetas, asesinos, drogadictos, policías corruptos, obreros explotados y jóvenes consentidores. Cuando Fassbinder, otro maldito, la llevó al cine, con estética posmoderna y ligeramente edulcorada, debería haber sabido que la maldición le iba a dar alcance y que no llegaría a verla estrenada.
     Mucho antes, el propio Genet había rodado, con muy escasos medios, una película, también de ambiente carcelario, cuya dureza de imágenes quedaba contrastada con un instinto poético de gran altura. “Un Canto de Amor” fue rodada en blanco y negro, absolutamente muda, con una cámara doméstica al hombro y prohibida en todos los países hasta hace muy pocos años.
     Este es Jean Genet, propenso al donjuanismo perverso, proclive al bandolerismo social, viajero incansable entre condena y condena, marginado vocacional, poeta de las alcantarillas y habitante del Parnaso de las Letras Francesas.
     Que, lejos de los fastos que su triunfo literario le propiciaba, pasó algunos de los últimos años de su vida en labor humanitaria en los campos de refugiados palestinos, siendo testigo directo de la matanza de Chatila. Allí dio a luz su única obra de contenido expresamente político, “Cuatro Horas en Chatila”, grito de horror ante la masacre perpetrada.
     Murió en París, en un hotel miserable, llevando como único equipaje los manuscritos de sus obras. Ahora se cumple el centenario de su nacimiento. Que pasará por completo inadvertido, pues sus escritos sólo son recomendables para estómagos bien curtidos.

Publicado en Diario Lanza el 8 de Febrero de 2010

miércoles, 6 de enero de 2010

Viajes a la Luna

ESPIRALES ELÍPTICAS

                         Viajes a la Luna
                                            Por: Francisco Chaves Guzmán

     La ilustración que complementa estas líneas bien podría traer a nuestra memoria la obra ingente y apasionante de Edgar Allan Poe y Jules Verne, dos de los escritores del siglo diecinueve más admirados, por motivos diferentes, entre varias generaciones de lectores.
     Sin embargo, es mi intención sacarlos hoy a relucir solamente por su contribución a un género novelesco que lleva muchos siglos desencadenando sueños.

     En mi opinión, ambos escritores, al igual que todos los escritores y pensadores que en el mundo se han significado, son un producto de su época y tratan sus legendarios viajes a nuestro satélite de acuerdo con las expectativas que crea la incipiente revolución industrial y el afán de conocimiento científico que se universaliza tras las revoluciones políticas francesa y norteamericana.
     Sus novelas selenitas deberían ser consideradas como un punto de inflexión entre las precedentes —terreno exclusivo de la quimera y de la sátira social— y las escritas con posterioridad —en las que la Luna se ha ido convirtiendo paulatinamente en un lugar común, en el cuarto trastero y ubicuo de la imaginación—.
     En su “Un Viaje a la Luna”, Edgar Allan Poe, tras unas pocas páginas en las que navega por los tradicionales senderos del misterio y de la fantasía, opta por los inéditos caminos de la plausibilidad científica y el humor negro, que con tanto éxito supo combinar en el conjunto de su obra. Pocas décadas después, desmarcándose de la estela narrativa de Poe, pero participando entusiastamente del paradigma cultural de su tiempo, Jules Verne nos propone en sus novelas “De la Tierra a la Luna” y “Viaje Alrededor de la Luna” una sucesión de escenas aventureras, impregnadas de inteligencia y dinamismo, que pudiesen haber tenido cabida igualmente en el centro de la tierra o en cualquier isla misteriosa.
     La vuelta de tuerca había sido dada: la Luna todavía no estaba en el sótano de la granja, pero ya resplandecía a la vuelta de la esquina.
     En su película “La Voz de la Luna”, el magistral Fellini rueda una fábula muy divertida sobre los métodos de domesticación de la Luna. Pero Fellini laboraba en campo ubérrimo, puesto que la Luna ya había sido domesticada. Poco a poco, los escritores habían comenzado a deambular entre sus cráteres como si hubieran visto allí la luz por vez primera.
     Algunos con bastante respeto: Asimov, padre del academicismo futurista; Copi, impulsor del surrealismo pornográfico; Clarke, predicador del cientifismo moralista. Y poco más, o nada más, digno de reseñar. Con la Luna ya convertida en mera escenografía, han abundado los subproductos de vampirismo galáctico, irremediables sagas esotéricas, melosos desatinos líricos, cantos de imperialismo triunfalista.
    Y, ¿dónde habitan las novelas selenitas de la época dorada, anteriores a la eclosión mediática de Verne y Poe? Pues en las bibliotecas y en las librerías. En ellas, con un poco de paciencia y mucha perspicacia, pueden encontrarse, en las estanterías más recónditas:
     Por ejemplo, la “Historia Cómica de los Estados e Imperio de la Luna”, cuyo autor, Cyrano de Bergerac, había sido un escritor de raza antes de convertirse en personaje dramático por mediación de Edmond Rostand. Este viaje a la Luna, escrito a mediados del siglo diecisiete es una narración tremendamente divertida, plagada de burlas y sátiras, que se correspondía con el espíritu rebelde y reivindicativo del autor. La obra tenía una segunda parte, titulada “Historia Cómica de los Estados e Imperio del Sol”, de similar factura, que suele ser publicada junto a la anterior.
     Pero fue hace ya dos mil años, en el siglo primero de nuestra era, que el mundo helenístico dio una de sus joyas más rutilantes, Luciano de Samosata, a quien la posteridad ha desdeñado por epicúreo y tratado de arrinconar por iconoclasta. Su obra “Relatos Verídicos”, primer viaje literario a la Luna, se lee con extrema fruición y placer, siendo el espejo en el que se han mirado todos los buenos narradores que han osado adentrarse en los vericuetos siderales. Por cierto, sería una pena que cualquier lector desdeñase el resto de su obra, pues cada una de sus páginas es un tratado que ayuda a comprender el mundo, el suyo y el nuestro.
     Buen viaje por los procelosos caminos de la lectura.

Publicado en Diario Lanza el 4 de Enero de 2010