lunes, 27 de febrero de 2012

Pangloss

Galería de Inmortales

               Pangloss
                               Francisco Chaves Guzmán


No quiero zaherir
la vanidad de nadie,
pero ruego
a las personas soberbias
que reflexionen
sobre este cálculo.
(Cándido, Voltaire)

     Estamos en una posada cualquiera de cualquier cruce de caminos de nadie sabe qué país del mundo. Hay un silencio aterrador, a intervalos roto por un crujido que se diría provenir de las profundidades telúricas, pero que tal vez no sea sino la respiración forzada de una viga carcomida por las termitas. La llama de la vela que nos alumbra parece momificada, pues no hay ni un soplo de aire. Las bombas que caen por doquier producen un frío espectral que, de pie junto a nosotros, nos muestra los rasgos criminales de la violencia y de la soberbia.
     Frente a mí, al otro lado de la mesa y de la vela, cuyas sombras acentúan las deformidades de su rostro macilento, Pangloss bebe pequeños sorbos de agua en un tazón resquebrajado.
     Pangloss.- Convendrá conmigo en que es un regalo para los sentidos el disfrute de tanta tranquilidad, tanta paz.
     El Periodista.- Debo advertirle que lo que usted designa como paz, para mí se llama guerra.
     Pangloss.- No será usted otro de esos pesimistas que gozan chafándonos a los demás la alegría de vivir...
     P.- No me considero tal.
     Pangloss.- Entonces, ¿qué es usted?
     P.- Me temo que en este momento creo ser, en contra de mi voluntad, corresponsal de guerra.
     Pangloss.- ¡Ya está! El temor y la duda.
     P.- Tengo algunas certezas, ¿sabe?
     Pangloss.- Cíteme alguna.
     P.- En primer lugar, tengo la completa seguridad de que esto es una guerra. Y en segundo lugar, que quienes, como usted, llaman paz a la violencia, son unos embaucadores.
     Pangloss.- Eso es una necedad.
     P.- ¿Una necedad tan grande como pensar que "todo está bien"?
     Pangloss.- No saque de contexto la frase que Voltaire puso en mi boca. Siempre será mejor llamar paz a la guerra que guerra a la paz. Es más positivo. ¿No le parece?
     P.- Lo mejor es llamar a cada cosa por su nombre.
     Pangloss.- Olvida que los nombres de las cosas son convenciones inventadas por los humanos. Una matanza heroica sería lo mismo que una matanza salvaje si el interés general no les prestara un calificativo.
     P.- ¡Ya! La guerra humanitaria.
     Pangloss.- ¡Exacto! Como todo el mundo debiera saber, de las desventuras particulares nace el bien general.
     P.- De modo que cuanto más abundan las desdichas, más se difunde el bien. ¿No es así?
     Pangloss.- Veo que conoce profundamente a Voltaire. Pero tenga en cuenta que, al hacerme pronunciar esa frase, Voltaire trató de desprestigiarme; sin embargo, lo que consiguió es que usted conozca mejor mi filosofía que la de él.
     P.- Se confunde. Lo que verdaderamente he aprendido es a desenmascarar a los conformistas.
     Pangloss.- Tengo derecho a serlo. Y a insuflar mi pensamiento en las cabezas de mis alumnos.
     P.- Pero no a cambiar arbitrariamente, con ánimo de crear confusión, las palabras que designan la realidad.
     Pangloss.- Es usted un moralista.
     P.- Por supuesto. Cuénteme qué ha sido de Cándido.
     Pangloss.- Supongo que se encuentra no lejos de aquí.
     P.- Diríase que usted y sus alumnos tienen propensión a vivir en una tierra en llamas. ¿A esto les conduce su filosofía?
     Pangloss.- Y, sin duda, también marcha, en pos, como siempre, de la bien amada, de la sin par Cunegunda.
     P.- ¿Aún?
     Pangloss.- Siguiendo los dictados de la Naturaleza.
     P.- ¿Puede la Naturaleza hacer desear tanta fealdad?
     Pangloss.- Como bien sabe, todo es una cuestión de causas y efectos. Y la fealdad de Cunegunda no tiene sino efectos beneficiosos.
     P.- Beneficiosos para el bien general, he de suponer.
     Pangloss.- Acierta en la suposición pues, a veces, el bien general coincide con el bien particular.
     P.- De su razonamiento deduzco que la fealdad de Cunegunda resulta beneficiosa para Cándido.
     Pangloss.- Naturalmente. En primer lugar, impide que Cándido se líe a cornadas con sus celosos pensamientos. Y, además, sirve como prueba de virilidad, pues las mujeres bonitas pueden parecer apetitosas a los mismísimos eunucos.
     P.- Estoy dispuesto a reconocer esa mayor virilidad si alguien acepta que yo tengo mejor buen gusto.
     Pangloss.- Lo del buen gusto es una convención propia de intelectuales insatisfechos. Un amaneramiento. Puedo demostrarle que este cubículo en que nos encontramos es la más bella estancia sobre la faz de la tierra.
     P.- No veo cómo.
     Pangloss.- Puesto que las cosas no pueden ser de otra forma que como son, este es el lugar más bello y acogedor.
     P.- Yo creo que sí pueden ser de otra forma.
     Pangloss.- ¡Oh, un revolucionario! Siga, siga así, y terminará como terminan todos los revolucionarios.
     P.- Las andanzas de usted, señor Pangloss, no parecen indicar que a los conformistas les aguarden vivencias más dichosas.
     Pangloss.- Pero tenemos la ventaja de afrontarlas mejor, sabiendo como sabemos que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
     P.- Ya veo lo que significa eso para usted. Que entre tormento y tormento, la única forma de hacer la vida soportable es trabajar sin razonar.
     Pangloss.- Razonar es una carga tan pesada que sólo nosotros, los filósofos, tenemos espaldas para sufrirla.
     P.- ¿Filósofo usted?
     Pangloss.- Conseguí mi titulación en una Universidad alemana. No tiene importancia cual, pues todas, de cualquier tiempo y lugar, disputarían por tenerme en su claustro.
     P.- ¡No me diga!
     Pangloss.- Recuerde que la de Coimbra decidió que achicharrar a unos cuantos desheredados era un remedio seguro contra los terremotos.
     P.- ¿Qué me quiere decir con eso?
     Pangloss.- Que yo también soy la causa de un efecto.
     P.- ¿De verdad cree toda esta patraña?
     Pangloss.- Sepa que he padecido mucho, pero habiendo sostenido una vez que todo iba bien, seguiría sosteniéndolo aunque creyese lo contrario.

     Ya fuera de la posada, soy testigo de un carnaval siniestro. ¡Cómo bailan alegremente la peste, la guerra, el hambre y la muerte! La música y la luz la ponen, en los cuatro puntos cardinales, los bombardeos humanitarios, que parecen inventados, también, en la Universidad de Coimbra.
     Y pienso que tengo mala suerte, muy mala, al no comprender cuanta belleza y bondad hay en esta pacífica guerra. Al no estar dispuesto a participar en el espectral banquete de la victoria.

Publicado en Diario Lanza el 27 de Febrero de 2012

lunes, 20 de febrero de 2012

Thomas Törless

Galería de Inmortales

                Thomas Törless
                                      Francisco Chaves Guzmán

Febriles sueños
rondan el alma,
corroen los firmes muros
y abren de pronto
inquietantes,
trágicas calles.
(Las Tribulaciones
del Joven Torless,
 Robert Musil)

     Más allá de Berlín y de los bosques de Bandeburgo, cercana al Oder, se levanta una vieja fortaleza de cuatro torres idénticas, vigías de la llanura inmensa y helada, paisaje casi infinito tachonado por raquíticas arboledas que rompen la uniformidad de la niebla gris. Thomas Torless me recibe de pie, casi marcial, con su altivo gesto adolescente, enfundado en un capote colegial, en lo que alguna vez fue patio de armas del castillo.
     Tiene dieciséis años, pero su mirada es fría, profunda, cuando poco después me invita a tomar asiento junto a la chimenea en que parecen crepitar sus pensamientos.
     Torless.- Usted dirá en qué puedo ayudarle.
     El Periodista.- Me ha costado mucho trabajo dar con su paradero: en su novela, Robert Musil no señaló dónde se ubicaba el castillo.
     Torless.- Lo siento, hace un día de perros.
     P.- Verá, el motivo de mi visita es que deseo presentarle a mis lectores.
     Torless.- No tengo mucho tiempo, ¿sabe?, aún sigo investigando sobre los números imaginarios. Pero no seré descortés.
     P.- Le adelanto que vengo avisado con respecto a su coartada matemático-filosófica.
     Torless.- ¿Por qué no me tutea? Sólo soy un muchacho.
     P.- También vengo avisado sobre cómo es capaz de utilizar la coartada de su adolescencia. Sé que es usted un adulto, tal como corresponde a su edad.
     Torless.- ¿Le apetece un caldo caliente?
     P.- Se lo agradezco. He tenido un viaje infernal.
     Torless.- Es nuestro clima, donde su curten los hombres fuertes. Dígame qué desea saber.
     P.- Por qué despreciaba a todos. A sus profesores, a sus condiscípulos, a Bozena.
     Torless.- Los profesores eran unos viejos vencidos por la debilidad y mis compañeros unos simples brutos. En cuanto a Bozena, una prostituta no merece mi atención.
     P.- Una prostituta a la que usted pagó.
     Torless.- Para ver hasta dónde es capaz de arrastrarse la escoria humana cuando desaparecen las bridas.
     P.- Eso mismo dijo usted de Basini.
     Torless.- Basini era un ser inferior, una rata de laboratorio.
     p.- Usted sabe que Basini era un muchacho como los demás, a quien sus compañeros, con ayuda de usted, degradaron hasta lo inconcebible.
     Torless.- Soy inocente de esos cargos.
     P.- Permítame que le recuerde que usted pasó de la inocencia a la colaboración. Y de ahí a la tortura, al chantaje y a la traición.
     Torless.- Recuerdo que me daba mucho asco.
     P.- Hubo un momento en que le ofreció su amistad.
     Torless.- Por favor...
     P.- Séame sincero.
     Torless.- Es preciso aprender a olvidar aquellos recuerdos que pueden dañarnos. Hace tanto tiempo de todo esto... tanto tiempo...
     P.- ¿No será mejor aprender a recordar?
     Torless.- Olvidar, recordar... sólo existimos en nuestros actos... presentes. No me considero culpable.
     P.- Pero los demás eran unos brutos, como antes los ha calificado, incapaces de conocer la trascendencia de sus actos. Únicamente usted sabía de su catadura moral. Y en lugar de impedir la tragedia, se sumó a las fuerzas de la destrucción.
     Torless.- Dejé hacer. Era una imparable avalancha.
     P.- ¿Sabe que está usted considerado como la premonición del nazismo a nivel literario?
     Torless.- Es un papel que me asignó Robert Musil.
     P.- Sin embargo, el cineasta Wolker Schlondorff intentó dulcificar su figura, lo hizo más humano. ¿Por qué? ¿Por qué le exoneró de alguno de sus actos?
     Torless.- Porque en los años sesenta, cuando Schlondorff filmó su película sobre mí, era políticamente correcto perdonar los pecados de juventud.
     P.- ¿No le está agradecido?
     Torless.- En absoluto: me trató como a un mequetrefe. En cuanto a Musil, no le perdono que me dejase anclado en esta indefinición, en este interminable compás de espera.
     P.- Cada personaje ha de cargar con su propio papel... gracias al cual adquiere fama universal.
     Torless.- ¿Quiere que le confiese algo?
     P.- Podría decir que es el objetivo de mi entrevista y de este largo viaje.
     Torless.- Escuche con atención. Estoy harto de mi inacabable juventud, que no me sirve para nada, sino para medrar. Y estoy harto de mi cobardía, que me ha convertido en un antihéroe, incapaz de utilizar su inteligencia para trascender de la mediocridad. Desearía que llegase un novelista, un dramaturgo, un poeta, que me retomase, que me liberase, que diese sentido a mi vida.
     P.- Eso no es nada fácil. Usted sabe que el mito tiene ciertas limitaciones.
     Torless.- Tal vez habría sido preferible ser torturador en un campo de exterminio en vez de colaboracionista por miedo a no se sabe qué. Tengo mala conciencia.
     P.- Es usted un cobarde.
     Torless.- ¡Ojalá! Así sería algo. En cierta ocasión, Basini me dijo: "si estuvieras en mi lugar, Torless, te comportarías del mismo modo que yo". Era cierto. Contribuí a su martirio por miedo a ser yo el martirizado. Basini fue el chivo expiatorio al que todos cargamos con nuestras debilidades, nuestras perversidades, nuestras culpas. Para purificarnos en la hoguera que a su alrededor encendimos.
     P.- ¿Y ahora?
     Torless.- Ahora temo ser yo el chivo expiatorio. Cuando los jóvenes leen Las Tribulaciones del Joven Torless cargan sobre mí todas sus debilidades y todos sus vicios. Piensan que soy el único felón, el único traidor, el único hipócrita de toda la Historia. Usted mismo está convencido de ello.
     P.- En absoluto. Pienso que usted es un producto de las circunstancias, pero eso no le libra de sus responsabilidades. En cuanto a lo que acaba de contarme, creo que es otra patraña, una nueva excusa, ahora plañidera. A mi no puede engañarme: le he estudiado a fondo.
     Torless.- No irá a darme un consejo.
     P.- Sí. Que cuente a todo el mundo lo que Musil calló y también lo que Schlondorff borró. ¡Escriba su autobiografía!
     Torless.- Pero yo no soy escritor.
     P.- Contrate a uno. Es usted tremendamente rico. ¿No era su deseo, según me comentaba hace un momento?
     Torless.- ¿Y de qué serviría?
     P.- De penitencia por sus terribles culpas.
     Torless.- En cierta forma, le agradezco su sinceridad.
     Tras los ventanales, la fuerza de la lluvia gélida continúa en aumento. Inmensos nubarrones negros vuelan hacia el Este, donde el Oder ruge amenazante contra los diques. Mientras, un criado vestido de librea nos sirve otra taza de caldo caliente.
     Nos miramos en silencio, como si ninguno de los dos quisiese rasgar el velo que cubre la iniquidad de los actos del joven Torless.

Publicado en Diario Lanza el 20 de Febrero de 2012

lunes, 13 de febrero de 2012

Edipo

Galería de Inmortales

                  Rey Edipo
                                         Francisco Chaves Guzmán

¿Qué puede temer el hombre,
 dime,
 si es el azar quien lo gobierna
 y no hay forma
 de prever nada de modo cierto?
(Edipo Rey, Sófocles)

     Las aguas del Danubio se deslizan mansas, olvidadas ya las juveniles torrenteras de su edad feliz en la Selva Negra. Hacen juego con la niebla otoñal, que descubre palacios estilo imperio, y con los bosques del Prater, bajo cuyas bóvedas mustias los paseantes parecen parte del decorado de este fotograma bello y frío.
     Sentados en un banco, Edipo y yo nos miramos fijamente a los ojos, dando profundas caladas a unos cigarrillos con sabor a paja. Tengo la impresión de que la entrevista no será fácil, de que Edipo está como agarrotado en su tristeza. Y que sabe que yo lo sé.
     Edipo.- ¿Cree que tengo motivos para mostrarme más abierto, más comunicativo?
     El Periodista.- Aún no lo sé. Pero pienso que mis lectores desearán conocer la causa de su estancia en Viena, tan lejos de los olivos y las vides de la tierra tebana.
     Edipo.- ¿Estancia? ¿Supone que me encuentro aquí voluntariamente? Soy un preso, un prisionero político, rehén de las contradicciones de la cultura burguesa.
     P.- ¿Freud?
     Edipo.- Freud me ha utilizado en su intento de convertir en universales parámetros locales de conducta. En apoyo de ese provincianismo neoeuropeo, pequeño burgués y culpabilizador, a cuyos demonios me tiene encadenado.
     P.- Digamos que no es usted freudiano.
     Edipo.- No es eso. Yo considero que Freud fue un psicólogo progresista, pero también un sociólogo reaccionario. ¿Recuerda su teoría de que no es posible el progreso sin la represión? Por desgracia, yo formo parte de su corpus sociológico.
     P.- Y usted no atisba ninguna vía de escape.
     Edipo.- ¡Oh, sí! Tal vez la enunciación de una nueva teoría a la que podríamos llamar Complejo de Freud.
     P.- Supongo que para desbaratar la carga ideológica del Complejo de Edipo... pero, ¿en qué consiste el Complejo de Freud?
     Edipo.- En la interiorización de la necesidad social de mantener simultáneamente ideas tolerantes y hechos totalitarios.
     P.- Ya veo.
     Edipo.- El Complejo de Freud es el constructo ideológico de la sociedad neoliberal.
     P.- Le veo profundo y belicoso.
     Edipo.- Es mi vida. Cada cual toma conciencia del entorno según sus relaciones con él: no querrá que me pase aquí, sin rebelarme, toda la eternidad.
     P.- ¿Por qué no publica su teoría?
     Edipo.- Ese es trabajo de filósofos, no de mitos. Ya están en ello Ignacio Ramonet y Hans Magnus Enszerberger. También Pasolini hubiera podido hacerlo.
     P.- ¿Pasolini? En su película "Edipo, el Hijo de la Fortuna" creo que sigue la hipótesis freudiana.
     Edipo.- No entre líneas. Lo asesinaron para que no contase todo lo que sabía. En los últimos años de su vida estuvo muy perspicaz: lea sus Cartas Luteranas.
     P.- Pero lo que parece fuera de duda es que usted mató a su padre...
     Edipo.- ¿Layo? No, no le maté. Aunque tampoco tendría demasiada importancia: los mitos han hecho cosas mucho peores... y también una buena cantidad de simples humanos.
     P.- ¿No lo mató?
     Edipo.- Como todo el pueblo tebano supo siempre, a Layo lo mataron unos salteadores de caminos. Además, Layo no era mi padre.
     P.- Pero Sófocles...
     Edipo.- Cuando escribió Edipo Rey, Sófocles era un anciano que veía tambalearse el sistema político de la polis. Los enemigos de la Grecia clásica habían tomado posiciones para alumbrar un nuevo poder, una nueva política y una nueva religión. Aristófanes, desde la escena, satirizaba a los dioses, los héroes y los hombres. A Sófocles le faltó fuerza para enfrentarse a los traidores.
     P.- ¿Entonces...?
     Edipo.- Sin embargo Sófocles cuenta realmente la conjura contra mí. Creonte, conocedor saben los dioses cómo, ¿hablaría yo en sueños?, de lo que me había revelado el oráculo de Apolo en Delfos, compró testigos para hacerme creer que la profecía se había cumplido. Tenía mucha ansía de poder: a mi caída, fue rey.
     P.- ¿Y Yocasta? ¿Por qué se suicidó?
     Edipo.- La traición consumada de su hermano la obligaba a escoger entre el tálamo y la sangre.
     P.- ¿Tampoco fue su madre?
     Edipo.- En absoluto. Mis padres fueron Pólibo y Mérope, reyes de Corinto.
     P.- ¿A causa de qué, pues, se privó usted de la vista?
     Edipo.- Para no ver tanta desgracia, tanta infamia, tanta traición. ¿Qué hubiera sido de mí, en Tebas, tras ese horrible drama?
     P.- ¿Y el oráculo?
     Edipo.- Los dioses se divierten confundiendo a los hombres. Sus intermediarios, aún más. Las profecías se cumplen porque el hombre necesita del miedo para no intentar acercarse a los dioses.
     P.- ¿Guarda rencor a Creonte?
     Edipo.- Puedo asegurarle que no. Cumplió con su oficio de futuro tirano, como más tarde demostró. Era un instrumento del destino, de la farsa, de la mentira.
     P.- ¿Y al traidor Tiresias?
     Edipo.- No me traicionó a mí: sirvió a su señor. Además, antes de hombre, había sido mujer.
     P.- Esta última afirmación es muy incorrecta.
     Edipo.- Perdóneme, pero no estoy hablando del mundo actual, sino de unos hechos literarios e históricos.
     P.- ¿Puede decirse que aquí termina el caso Edipo?
     Edipo.- No se equivoque, por favor. He tenido otras experiencias tan dramáticas como esta.
     P.- ¿Qué quiere decir?
     Edipo.- Que en otra de mis múltiples vidas literarias sí maté a Layo y que Layo era mi padre.
     P.- ¿Y Yocasta su madre?
     Edipo.- En ese tiempo, Layo estaba casado con otra mujer, de la que ni siquiera recuerdo el nombre.
     P.- Se cumplió el oráculo.
     Edipo.- No. Fue un crimen pasional por culpa de un muchacho llamado Crisipo.
     P.- Cuente, cuente...
     Edipo.- En otra ocasión: se está haciendo tarde.
     P.- ¿Sabe? Pienso que a los escritores les gusta confundir a sus personajes, tanto como los dioses se divierten confundiendo a los hombres.
     Edipo.- No lo sabe usted bien.
     Atardece. Del Danubio se levanta un vaho que se extiende por toda Viena, sepultándola en blanco. Salimos del Prater, cogidos por el brazo, como dos náufragos a la deriva. Edipo hace de guía mientras yo silbo un vals de Strauss.
     ¿Podría alguien asegurar cual de los dos tiene más muertos los ojos físicos; o si acaso sólo nos hemos mirado con los ojos de la mente?

Publicado en Diario Lanza el 13 de Febrero de 2012

martes, 7 de febrero de 2012

Alvaro Vielsa

     Álvaro Vielsa ha estrenado en el Teatro de la Sensación su obra EFEBOS, performance que analiza la institución de la Efebía a través de los tiempos.
     EFEBOS cuenta con una magnífica puesta en escena, el apoyo decisivo de unos elementos audiovisuales de gran eficacia y la inclusión de unos textos poéticos muy acertados de la época helenística.
     A la gran calidad de los elementos literarios y técnicos, EFEBOS añade una postura transgresora, pero de un buen gusto exquisito, y una vena satírica muy divertida, en absoluta consonancia con los poemas mencionados. Y yo añadiría que ingentes cantidades de mala uva, que es la especia fundamental del teatro.
    Álvaro Vielsa ha contado además con el buen trabajo de los actores Uvi Verdejo, Juan José García y José Valero. Y con el apoyo técnico de Kike Pérez, Natalia Zhylitska y Javi López

lunes, 6 de febrero de 2012

Gregor Samsa

Galería de Inmortales

             Gregor Samsa
                                     Francisco Chaves Guzmán

La familia
había sido azotada
por una desgracia,
inaudita hasta entonces
en todo el círculo
de sus parientes y amigos.
(La Metamorfosis, Frank Kafka)

     Praga, aterida de frío, metamorfoseada en escenario de hielo. De los árboles cuelgan ramas de nieve, las aristas de los edificios están talladas en cristal, los perros callejeros han quedado convertidos en blancos muñecos. Por encima de las chimeneas, las columnas de humo se despeñan, tras dibujar una cabriola elíptica, sobre el asfalto, recubierto de mugre congelada. El agua inmóvil de las fuentes semeja un paisaje de estalactitas y el latido de la ciudad ha emigrado, junto con las aves, hacia latitudes más cálidas.
     Desde la habitación de Gregor Samsa se entrevé, no sin dificultad, a través de jirones de niebla, la fachada grisácea del hospital cercano.
     Gregor Samsa.- ¡Qué triste es el invierno! ¡Siempre invierno!
     El Periodista.- Ya falta poco para la primavera.
     Samsa.- No existe la primavera.
     P.- ¿No?
     Samsa.- No para los monstruos.
     P.- Ya imaginaba encontrarle bajo los efectos de la depresión.
     Samsa.- Motivos tengo. Estará de acuerdo conmigo en que me ha caído en suerte uno de los destinos más crueles e injustos de la historia de la literatura.
     P.- Se lo concedo. Pero es preciso sobreponerse para evitar la progresión de la esquizofrenia...
     Samsa.- Se confunde si piensa que estoy esquizofrénico. Nada más lejos de la realidad, pues no soy yo quien cree ser un monstruo, sino los demás quienes me ven así.
     P.- Admítame, al menos, que es un caso de paranoia.
     Samsa.- ¿Y quién no se cree perseguido, habiendo sido salvajemente maltratado y humillado por cuantos le rodean?
     P.- Reconozco que yo también temí encontrar un animal inmundo al cruzar el umbral de su casa.
     Samsa.- La maledicencia anida en todos los rincones de la ciudad, como un virus destructivo.
     P.- ¿Nunca ha dudado?
     Samsa.- ¡Oh, sí! Al principio creí ser un asqueroso bicharraco, un insecto repulsivo, que debía morir reventado para dar tranquilidad a sus vecinos.
     P.- ¿Ya no?
     Samsa.- Hace mucho tiempo que sé con seguridad cómo se produjo mi caída en desgracia.
     P.- ¿Odia a Kafka?
     Samsa.- En absoluto.
     P.- ¿Le ha perdonado?
     Samsa.- No tengo nada que perdonarle. Kafka se limitó a transcribir una historia que corría de boca en boca. En todo caso, debería estarle agradecido por devolverme mi humanidad, al contarle a todo el mundo lo terriblemente injusto de mi situación.
     P.- Él también le creyó un monstruo.
     Samsa.- No. Si se preocupó por mí es porque sabía que no lo era. Para advertir que cualquiera es susceptible de ser tratado como tal.
     P.- Entonces, ¿quién maquinó su desgracia?
     Samsa.- Cuando las habladurías llegaron a su masa crítica, mi caso estalló como una bomba.
     P.- Daría usted pábulo a la maledicencia.
     Samsa.- No puedo negar que siempre tuve un punto de inconformismo, que jamás admití la idoneidad de las estructuras sociales. Por eso odiaba mi trabajo, por ser un trabajo alienante.
     P.- En ese caso se encuentran muchos individuos.
     Samsa.- Pero la lotería no les toca a todos.
     P.- No le entiendo.
     Samsa.- Es bien sencillo. Toda sociedad necesita de la disidencia, en todos los aspectos de la vida, pues en caso de no haberla quedaría anquilosada. Pero al mismo tiempo que la necesita, la teme, pues puede subvertir sus estructuras. La solución es convivir con la disidencia, pero presentándola con un rostro monstruoso.
     P.- Sigo sin entenderle.
     Samsa.- Pues que la sociedad convierte en monstruos, aleatoriamente, a una serie de ciudadanos. Y nadie sabe a quién puede tocarle: es como la lotería.
     P.- Esto me recuerda una película española
     Samsa.- ¿Cuál?
     P.- “El Bosque del Lobo”, de un tal Pedro Olea.
     Samsa.- He de verla.
     P.- Se la recomiendo. Pero dígame, lo que acaba de contarme, ¿lo sabía usted entonces?
     Samsa.- No. A principios del siglo pasado, la sociología y la antropología todavía estaban balbuceantes.
     P.- ¿Y le sirve de algo saberlo ahora?
     Samsa.- ¡Por supuesto! El conocimiento, el saber, ayuda a comprender los mecanismos que pueden hacer de la vida un purgatorio y de la justicia una entelequia.
     P.- Pero eso no cambia su situación.
     Samsa.- Mi marginación, no. Mas sí mi manera de afrontarla.
     P.- ¿Ve alguna salida a su estado?
     Samsa.- Cuando se cae en la marginación, no hay vuelta atrás. Afortunadamente, tampoco hay vuelta atrás desde el conocimiento. Así que estamos con las espadas en alto.
     P.- Pienso que si todos cuantos se encuentren en situación parecida...
     Samsa.- Imposible. La inmensa mayoría se han convencido a sí mismos de que verdaderamente son unos monstruos.
     P.- Sin embargo, al interiorizar su papel han dejado de ser disidentes.
     Samsa.- ¡Claro! Por lo que inmediatamente son reemplazados. Voy a hacerle la confidencia de un axioma.
     P.- Le atiendo con atención.
     Samsa.- Que en un modelo de sociedad dado, el porcentaje de disidentes es invariable. Y que, como corolario, si cualquier cataclismo eliminase por completo a un tipo de disidentes, el tejido social se encargaría de reponerlos de forma inmediata. Si no se reponen, cambia el modelo de sociedad.
     P.- ¿Es usted un chivo expiatorio?
     Samsa.- Creo que no hay duda al respecto.
     P.- ¿Sin solución?
     Samsa.- En la guerra vale todo.
     P.- ¿No llegará la primavera?
     Samsa.- La primavera siempre llega para los mismos. Sin embargo, lo que me permite seguir vivo es un rayo de esperanza.
      P.- Le encuentro mucho menos abatido que al comienzo de nuestra charla.
      Samsa.- Su visita ha hecho que me sienta mejor. El mayor problema al que nos enfrentamos los monstruos es el de la soledad.

     Al despedirnos, Gregor Samsa me asegura que no intenta esconderse tras la teoría de la conspiración. Y que, por supuesto, no es adepto al darvinismo social: “Estaría muy mal visto que yo creyese en esas cosas, y ya tengo suficientes problemas. Tampoco creo en las brujas; pero haberlas, haylas”.
     Desde mi butaca del avión, mientras me alejo, observo con estremecimiento la quietud, la abulia, la soledad, que invaden Praga, barrio idéntico a todos los demás barrios de la aldea universal.

Publicado en Diario Lanza el 6 de Febrero de 2012