lunes, 12 de marzo de 2012

Violet Venable

Galería de Inmortales

           Violet Venable
                                 Francisco Chaves Guzmán

Creo que,
 por lo menos,
debemos tener en cuenta
la posibilidad de que...
eso que dice la muchacha...
pueda ser cierto.
(De Repente, el Último Verano,
Tennessee Williams)

     Sentada en un sillón de mimbre cuyo alto respaldo sobrepasa su cabeza, la señora Venable saborea un frío daiquiri. Pasan un par de minutos de la cinco de la tarde. Hace un calor húmedo, muy húmedo, con el que las plantas del jardín tropical, las tortugas de las islas Galápagos y los pájaros exóticos se sienten a sus anchas.
     La elegante dama me observa con detenimiento, recuperado el porte de gran señora que tan cerca estuvo de perder tras la muerte de su hijo Sebastian y las confesiones de su sobrina Katherine. No es que el tiempo borre las penas ni apague el odio, pero ayuda a disfrazar los sentimientos, sobre todo si la economía doméstica es favorable. Y, como todo el mundo sabe, la señora Venable siempre ha sido inmensamente rica.
     Mrs. Venable.- De verdad, no lo comprendo. ¿Por qué se empecinan en no respetar el dolor de una madre que tanto ha sufrido?
     El Periodista.- Créame, señora, yo no me atrevería a molestarla si usted no llevase tantísimos años paseando sus desgracias por los escenarios y el celuloide.
     Mrs. Venable.- ¿No tengo derecho a honrar la memoria de mi hijo?
     P.- Ahí radica el problema. En que la muerte de su hijo ha dejado de ser un asunto privado.
     Mrs. Venable.- ¡Cómo! La vida y la muerte de mi hijo me pertenecen a mí, nada más que a mí.
     P.- Lamento llevarle la contraria... desde que Tennessee Williams escribió sobre ustedes, ya no se pertenecen a sí mismos, sino que forman parte del acervo cultural de la humanidad. Y el público quiere saber...
     Mrs. Venable.- Pues pregúntele a Tennessee, ese afeminado dispuesto a llevar todas las aguas a su propio molino.
     P.- Claro que, si todo hubiese quedado en el drama de Tennessee, la historia de ustedes no habría traspasado los límites de le élite intelectual. Pero luego llegó a todos los rincones, cuando Gore Vidal escribió el guión cinematográfico para Mankievick.
     Mrs. Venable.- Dos comunistas inmorales, dispuestos a trastocar el orden universal, dos peligrosos terroristas.
     P.- Veo que pertenece a esa clase de personas que tildan de afeminados y comunistas a quienes no comparten sus opiniones.
     Mrs. Venable.- Gore Vidal es el demonio.
     P.- Le recuerdo, señora, que Gore Vidal es primo de un reciente vicepresidente de su país y que fue amigo íntimo del asesinado presidente Kennedy.
     Mrs. Venable.- ¿Ha leído sus recientemente publicadas Memorias? Es la obra de un maníaco, de un hombre sin Dios ni Patria.
     P.- Las he leído, señora Venable, y me parecen tremendamente lúcidas e instructivas.
     Mrs. Venable.- No se lo tomo en consideración. Ya se sabe que los periodistas tienen un ramalazo de locura, sobre todo si son europeos, como usted. Pero vamos al grano, ¿qué desea saber?
     P.- Pues verá... resulta que mis lectores no están convencidos de que su hijo Sebastian fuese precisamente un gran poeta...
     Mrs. Venable.- ¿Que no lo creen? ¿No es poético que un muchacho dedique su vida a viajar, buscando las huellas de la verdad, a vivir rodeado de belleza?
     P.- Piensan que se trataba de un señorito desocupado.
     Mrs. Venable.- ¿Y sus maravillosos poemas? Usted sabe que escribía uno cada verano.
     P.- Quieren pruebas, señora Venable. Quieren conocer esos pocos poemas para así tener un elemento de juicio.
     Mrs. Venable.- ¡De ninguna manera! ¿Cómo voy a desprenderme del alma desnuda de Sebastian, de lo único que me queda de él?
     P.- Comprenderá que, en ese caso, hay motivos para tener una duda razonable...
     Mrs. Venable.- ¿No se fían de mí, de la palabra de la madre?
     p.- Me temo que no.
     Mrs. Venable.- Pues no los conocerán nunca. Esos seres insensibles no están capacitados para comprender el fuego sagrado que ardía en el alma de Sebastian.
     P.- Y lo peor, señora, es que también tienen serias dudas de que su hijo fuese ese modelo de muchacho ingenuo y casto que usted ha presentado.
     Mrs. Venable.- ¡Qué tropelía! ¡De qué forma inhumana se juega a manchar su nombre! ¿Quién se atreve a poner máculas sobre su memoria? ¡Qué indignidad!
     P.- Créame, no trato de herirla...
     Mrs. Venable.- ¡Oh, no trata de herirme! Pero no tiene reparos en repetir en mi presencia las maledicencias que corren por ahí. ¡Oh!
     P.- Le suplico que no se altere.
     Mrs., Venable.- Sepa que mi Sebastian era como un niño, que lloraba ante la maldad y ante la injusticia. Tenía un corazón de oro, ayudaba a los necesitados, era un espíritu elegante y distinguido...
     P.- ¿...y?
     Mrs. Venable.- Y veía a Dios, hablaba con Dios. ¡Oh! Estas lágrimas que ve rodar por mis mejillas son las lágrimas de Sebastian. ¡Hablaba con Dios! Sí, hablaba con Dios a través de las pequeñas cosas, de sus poemas, de sus amigos, de los árboles y de las estrellas.
     P.- Y era tan cándido que usted debía protegerlo...
     Mrs. Venable.- ¡Claro! Contra las artimañas de la gente que se aprovechaba de su bondad. Le perseguían, en busca de su dinero. Tuve que recorrer el mundo junto a él para impedir que la gente malvada le hiciese daño.
     P.- Hasta que, de repente, aquel último verano, quien le acompañó en su viaje fue Katherine.
     Mrs. Venable.- ¡Esa zorra!
     P.- Ella también le quería.
     Mrs. Venable.- ¡Quería su dinero, su posición!
     P.- Tengo entendido que ella quería salvarle.
     Mrs. Venable.- ¡No! ¿De qué iba a salvarle?
     P.- De las malas compañías que su hijo buscaba por todos los países que visitaba. Pero no consiguió apartarlo de ellas.
     Mrs. Venable.- Sólo yo podía salvarle... ¡oh!... ella lo asesinó al apartarlo de mí, al robármelo.
     P.- Ella, Katherine, no pudo evitar que aquella pandilla de muchachos famélicos le linchase en Cabeza de Lobo.
     Mrs. Venable.- ¡Es mentira! Katherine inventó esa historia cuando, muerto él, tuvo que renunciar a su dinero.
     P.- Por cierto, he averiguado dónde está Cabeza de Lobo, el lugar en que murió su hijo.
     Mrs. Venable.- Por favor... no me interesa.
     P.- En España, mi propio país. Por esa razón, la película de Mankievick fue prohibida por nuestra censura.
     Mrs. Venable.- Mi Sebastian era bueno y puro.
     P.- Su hijo, señora, fue sacrificado, como San Sebastián, por una banda de chacales.
     Mrs. Venable.- No. No como San Sebastián.
     P.- ¿Qué explicación tiene, entonces, que la playa de Cabeza de Lobo llevase el nombre de San Sebastián?
     Mrs. Venable.- ¡No! ¡No!
     P.- Usted no puede obstinarse en negar que sabía lo que su hijo buscaba en sus viajes.
     Mrs. Venable.- ¡No es cierto! ¡No es cierto lo que ocurrió aquel verano!
     P.- Dígame, pues, qué ocurrió.
     Mrs. Venable.- Ocurrió... que de repente... aquel último verano... Tennessee Williams y Gore Vidal... ¡qué fieras, qué fieras!... celosos de la bondad de Sebastian... decidieron vengarse de él... le humillaron... le calumniaron... ¡oh!... y le asesinaron... ¡oh!... le asesinaron...
     El llanto de la anciana aristócrata continúa resonando, aunque los escenarios y las pantallas del mundo hayan dejado de representar su tragedia. Como si nuestra vieja censura se hubiera extendido por doquier para salvar los eternos valores a los que sirve.
     Pero me da pena, auténtica pena, Violet Venable, víctima también de la telaraña de prejuicios con que intentaba salvaguardar su propia posición. ¡Pobre mujer!

Publicado en Diario Lanza el 12 de Marzo de 2012

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