lunes, 26 de marzo de 2012

Lucien Fleurier

Galería de Inmortales

                  Lucien Fleurier
                                              Francisco Chaves Guzmán

Tú te subes a los trenes,
pero tienes buen cuidado
en escoger los que
se quedan en la estación.
(La Infancia de un Jefe,
Jean Paul Sartre)

     Ocupamos una mesita al fondo de un “bistrot” en la Place du Châtelet. A través del amplio ventanal nos llegan las sombras del atardecer. Casi difuminadas por una ligera bruma, contrastadas con un cielo levemente anaranjado, están presentes las torres gemelas de Nôtre Dame. Como todos los días a esta hora, la Rive Droite pierde el ritmo histérico de los turistas y de las boutiques de lujo. Se vuelve afable, casi soñadora. Frente a mí, Lucien Fleurier, elegante y melancólico, saborea un cigarrillo con lentitud diríase que estudiada. Tiene una mirada clara, directa y tímida, dura pero suave, propia de un adolescente que conjuga la ambigüedad del púber con la firmeza del adulto.
     Todo en él es pose, una pose dual, pues trasluce la sensibilidad del poeta y la frialdad del verdugo.
     Lucien.- No soy nadie. Así que dígame que desea de mí y acabemos rápido.
     El Periodista.- Si me permite la broma, pretendía saber si, por fin, se había dejado crecer el bigotito.
     Lucien.- Ya ve que sí. Pero lo he dejado crecer y lo he afeitado multitud de veces.
     P.- ¿Según su estado de ánimo?
     Lucien.- Sólo al principio. Luego por las ventoleras que da el hartazgo. Tenga en cuenta que llevo medio siglo poniendo y quitando bigotes, patillas, perillas, barbas y flequillos.
     P. Alrededor de setenta años.
     Lucien.- ¡Sí! Y únicamente tengo dieciocho. La verdad, me he dejado influir por todas las modas con que me he cruzado.
     P.- Si le ha servido para sentirse integrado...
     Lucien.- Solamente para llegar al hastío total. Le repito que no soy nada, absolutamente nada. Bueno, tal vez un proyecto.
     P.- Pero pareció que usted se decidía por tomar partido, por superar de una vez sus confusiones adolescentes.
     Lucien.- ¿Usted cree?
     P.- Se hizo fascista.
     Lucien.- Nunca lo fui. A pesar de ser uno de los fascistas literarios más famosos de toda la historia.
     P.- No me irá a negar que se dedicaba a propinar palizas, junto a sus colegas, a quien les parecía débil y marginal.
     Lucien.- No puedo negarlo, ya que está escrito... es difícil de explicar. Mis compañeros del grupo de acción sí eran auténticos fascistas, pero yo no.
     P.- Usted tenía fama de ser el más arrogante, el más pendenciero, el más extremista, el más cruel.
     Lucien.- Sólo para hacerme respetar, para conseguir que me aceptaran.
     P.- ¿Que le aceptaran? ¿A usted, que era un joven guapo, inteligente y rico?
     Lucien.- Un burguesito asustado.
     P.- No le comprendo.
     Lucien.- ¿Sabe en qué se diferencia un joven burgués de un joven obrero? En que mientras el burgués tiene poco que ganar y mucho que perder, el obrero tiene poco que perder y mucho que ganar. Esa es la razón por la que los mecánicos son más atrevidos que los estudiantes.
     P.- No me convence. Los universitarios suelen ser las avanzadillas de los cambios históricos.
     Lucien.- O los que desean cambiar todo para que todo siga igual, como decía Lampedusa.
     P.- No me cambie de novela, por favor.
     Lucien.- Citaba con fines pedagógicos.
     P.- Lo que sí me parece notar es un giro progresista en su actitud política.
     Lucien.- Como usted sabe, yo estoy destinado a convertirme en un jefe, en el dueño de la fábrica de mi padre.
     P.- Sí.
     Lucien.- Tal responsabilidad requiere una gran capacidad de adaptación a las circunstancias. En casos extremos, es preciso utilizar la violencia, cuando el orden económico peligra. O bien el humanismo transigente, en tiempos de bonanza.
     P.- Le agradezco que sea tan sincero conmigo. Pero, ¿no teme enseñar sus cartas con estas declaraciones?
     Lucien.- He aprendido que las masas, bien dirigidas, tienden a olvidar las razones por las que se desgañitaban en la manifestación de la semana anterior. Lo más probable es que cualquiera que lea su entrevista piense que he fabricado un chiste malévolo. Así que puedo ser sincero, incluso cínico.
     P.- Ahora me doy cuenta de que sigue usted siendo un auténtico fascista.
     Lucien.- ¿Porque digo la verdad? Tal vez estoy en unos de los momentos más clarividentes de toda mi existencia.
     P.- ¿De su existencia? ¿Está seguro de que existe?
     Lucien.- Ya sabe usted que no. Dudo que yo exista y que existan los demás.
     P.- ¿Existieron Berliac y Bergère?
     Lucien.- No ha debido hacerme esa pregunta.
     P.- ¿No me va a contestar?
     Lucien.- Sí. Existieron, pero tengo muy mala memoria.
     P.- Acaba de decirme que se encontraba en un momento muy lúcido.
     Lucien.- Que ya ha pasado. También en eso soy inconstante. La verdad, no deseo hablar de ellos.
     P.- ¿Y de Maud?
     Lucien.- Fue un capricho pasajero.
     P.- Usted se creyó un héroe el día en que realizó un coito con ella.
     Lucien.- Por aquel entonces aún no sabía que tal heroicidad está al alcance de cualquiera. Créame, de la sexualidad sólo me interesa su aspecto reproductivo. Algún día, el hijo que tenga también heredará la fábrica.
     P.- ¿Y el placer?
     Lucien.- Eso queda para los seres inferiores. Todo lo que no produce consumo y riqueza es intrínsecamente perverso.
     P.- ¿Sabe que a esa forma de pensar se le llama un prejuicio burgués?
     Lucien.- Me he topado en la vida con multitud de anarquistas que enarbolan los mismos prejuicios burgueses.
     P.- Sin embargo, hubo un tiempo en que usted leía a los poetas malditos.
     Lucien.- Pecados de juventud.
     P.- Más bien parecía un muchacho sensible.
     Lucien.- Lo era. Introspectivo e imaginativo. Tal vez escrupuloso en exceso. Me analizaba demasiado.
     P.- Y se aficionó al psicoanálisis.
     Lucien.- Lógico corolario de mi falta de madurez. ¿Sabe una cosa? Que estas dudas juveniles me han servido para conocer mejor al enemigo. No hay mal que por bien no venga.
     P.- ¿Se encuentra ya suficientemente preparado para acceder a la condición de jefe?
     Lucien.- Aún no. Mis cambios de carácter, mi inconstancia, ya ve... lo propio de un adolescente.
     P.- Permítame que le diga que su adolescencia parece perpetua.
     Lucien.- Me he amoldado a los tiempos que corren... soy como cualquier muchacho de ahora. Lo que tiene como ventaja poder aparentar disconformidad en lo accesorio mientras se es obediente en lo fundamental.
     P.- ¿Qué es para usted lo fundamental?
     Lucien.- El respeto a la pirámide jerárquica, al líder y a las instrucciones que de él emanan.
     P.- Sin independencia de criterio.
     Lucien.- Lo importante no es lo que se hace, sino hacer lo que se ordena.
     P.- Sin la menor tolerancia.
     Lucien.- Ya le he dicho que también hay un tiempo para la tolerancia. ¿Por qué cree que he consentido esta entrevista con alguien como usted?
     Le he dejado con la palabra en la boca. Yo no admito que se me tolere, como decía su compatriota Jean Cocteau. Pero él, levantándose, mas sin cambiar de tono de voz, me ha dicho: “Póngase de nuestra parte. Está amaneciendo nuestro siglo”.
     Subo lentamente por el boulevard de Sebastopol. Afortunadamente, París ofrece suficientes alegrías como para olvidar las amenazas.

Publicado en Diario Lanza el 26 de Marzo de 2012

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