lunes, 28 de noviembre de 2011

Victor Frankenstein

Galería de Inmortales

                         VÍCTOR FRANKENSTEIN
                                                  (Francisco Chaves Guzmán)


Hay muchas cosas
cuyo secreto podríamos dominar
si la cobardía o el descuido
no interfirieran
en nuestra investigación.
(Frankenstein, Mary Shelley)

     Cae la tarde sobre el lago Léman. A través del amplio ventanal, pueden verse las aguas enfurecidas, que se levantan como queriendo hacer frente a los rayos que turban su paz. Están negras de odio y, de vez en cuando, un relámpago potentísimo abre el cielo, entre las cortinas de agua, para dejar ver las cercanas cimas blancas de los Alpes. Al cerrarse de nuevo, un estruendo como de mil cañonazos sacude las vidrieras y las lámparas.
     Es la casa de Víctor Frankenstein, eternamente sumido en la batalla dantesca. Lo que no le impide mostrar su hospitalidad: me ha servido una excelente cerveza en una jarra de porcelana y plata, auténtica pieza de museo.

     Frankenstein.- No es necesario que le pruebe que he llevado y llevo una vida tormentosa.
     Periodista.- Casi apocalíptica, diría yo. ¡Menuda refriega tenemos ahí fuera!
     Fr.- Encargada ex profeso para darle un marco adecuado a su visita.
     P.- Se lo agradezco. Y celebro que aún tenga sentido del humor.
     Fr.- Lo recuperé cuando Mary Shelley me dejo por muerto en los mares de hielo. Y dos siglos son tiempo suficiente para mirar la realidad con ojos menos afiebrados, con algún sentido del equilibrio.
     P.- En relación con ese trágico momento, siempre me he preguntado cómo consiguió el monstruo entrar en la nave.
     Fr.- No entró. Ya estaba allí, conmigo, como siempre, como ahora mismo.
     P.- ¿Quiere decir que puede aparecer por la puerta...?
     Fr.- No se asuste. Está completamente tranquilo... desde el momento en que desapareció mi complejo de culpabilidad por haberle dado vida.
     P.- ¿Y dice que está aquí?
     Fr.- No puede estar en otra parte, sino aquí, en mi sillón, en mi propio cuerpo. ¡Yo soy el monstruo!
     P.- ¿Usted? Pero Mary Shelley contó cómo usted mismo lo fue creando, a partir de material de deshecho, hasta darle vida, en las tortuosas noches de su primera juventud.
     Fr.- ¿Quién puede creer esas tonterías? Yo hice un monstruo de mí mismo.
     P.- ¿Un caso de doble personalidad?
     Fr.- ¡En absoluto! Tal cosa la inventaron los psiquiatras mucho tiempo después, para explicar con subterfugios aquello a lo que no querían dar explicación ninguna.
     P.- Más bien para atajar el peligro que supone una personalidad anormal, si me permite expresar mi opinión.
     Fr.- ¿Anormal? Todos llevamos dentro un monstruo, un monstruo maravilloso que sólo desea ser amado. Cuando aceptamos al monstruo que somos, éste se convierte en el amigo soñado.
     P.- Perdóneme, señor Frankenstein, pero tengo la impresión de que intenta buscar excusa para los horribles crímenes que cometió en su juventud, si es cierto que usted es el monstruo.
     Fr.- ¡Ja, ja, ja! Yo no he matado en mi vida ni una mosca... puede tener la seguridad de ello.
     P.- Su hermano, su padre, su esposa, su amigo...
     Fr.- No, no. Está confundiendo la realidad con los recursos que un escritor emplea para captar la atención de sus lectores, para amarrarlos al libro que tienen entre las manos. Si el novelista, si el poeta no exagerase, no idealizase, ¿quién le iba a prestar atención?, ¿cómo burlaría la censura?
     P.- ¿Entonces...?
     Fr.- Y si esto es válido para cualquier escritor, ¡imagínese para un romántico!... siempre en el límite de todas las experiencias.
     P.- Pienso que algo tiene que haber de cierto.
     Fr.- En efecto. Me quedé solo, pues no pudieron perdonarme. Mi padre no me negó el pan, pero sí el afecto, además de separar de mí al pequeño William, con lo que perdí a los dos. Justine, la criada, no existió nunca, una mera invención de la escritora en su búsqueda del clímax trágico. Mi amigo Clerval decidió retirarme la palabra durante nuestro viaje a Inglaterra, tras una noche de juerga. En cuanto a Elizabeth, cometí el error de ponerla al corriente de mis secretos en el transcurso de nuestra noche de bodas.
     P.- La amenaza del monstruo: "recuerda que estaré a tu lado la noche de bodas".
     Fr.- ¡Exacto!
     P.- Empiezo a comprender.
     Fr.- ¿Usted cree?
     P.- Lo intento.
     Fr.- Así pues, pasé la juventud huyendo de mí mismo y sin poder escapar. Mi otro yo siempre sabía encontrarme.
     P.- No podía escapar a su destino.
     Fr.- No tuve ni la cobardía suficiente para olvidar la realidad, ni la valentía de afrontarla. He ahí la verdad.
     P.- Me gustaría saber cómo descubrió a su "monstruo" entre comillas.
     Fr.- Llegué a la Universidad de Ingolstadt recién cumplidos los diecisiete años, era libre por primera vez. Tardé en descubrirme a mí mismo lo que tarde en pasear confiadamente por sus calles.
     P.- A donde usted llegó con ansias de comerse el mundo, de conocer los secretos de la naturaleza y del alma humana.
     Fr.- Cosa que he conseguido.
     P.- ¿Sí?
     Fr.- Los "monstruos" entre comillas se nutren de sabiduría.
     P.- Esta frase vale una entrevista.
     Fr.- Me alegro por usted.
     P.- El "monstruo" entre comillas, ¿continúa teniendo ese aspecto tan repulsivo?
     Fr.- De ninguna manera. Míreme bien: soy atractivo, fuerte, inteligente, culto. Estoy fuera de la detestable mediocridad. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?
     P.- Y los demás, ¿cómo le ven?
     Fr.- Los demás ven monstruos por todas partes por la sencilla razón de que saben que los monstruos no existen.
     P.- ¿Mary Shelley, también?
     Fr.- No. Ella también está fuera de la mediocridad.

     La tormenta amaina. El lago es ahora una balsa de aceite. Las luces de la nocturna Ginebra invitan al sosiego, mientras parpadean las estrellas entre jirones de nubes. “Le agradezco su visita. ¿Me permite que le obsequie con esta jarra en la que ha bebido, traída desde Ingolstadt cuando aún huía de todo?”
     En el porche de la casa, Víctor Frankenstein me abraza para despedirme, creo que con sincero afecto.

Publicado en Diaio Lanza el 28 de Novirmbre de 2011

martes, 22 de noviembre de 2011

Ángel Crespo

ESPIRALES ELÍPTICAS

                          Ángel Crespo
                                               Por: Francisco Chaves Guzmán

     En todo intelectual existe un momento en que las ideas que han ido formándose con lentitud y algo desordenadamente eclosionan en una catarsis, que es la puerta a una nueva concepción personal e innovadora de cuanto le rodea, impeliéndole a abrir nuevos caminos en una exploración sin límites entre los surcos del conocimiento.
     En todo viajero hay también un instante en el que percibe que las fronteras que ve desde su buhardilla constituyen un telón que guarda secretos de otras tierras y otros hombres que él necesita someter a examen.
     Cuando el intelectual y el viajero se encuentran en el mismo individuo las sinergias producidas pueden dar lugar a grandes artistas, capaces de generar obras modélicas y una empatía que le pone en contacto creativo con todo lo humano.
     Este es el caso de Ángel Crespo, para quien, como para Antonio Machado, son sus huellas el camino. Y bien podríamos preguntarnos en qué momentos se produce la masa crítica que permite aflorar al intelectual y al viajero. Sabido es que determinar tal cosa es cuestión ardua, pues los propios sujetos de la revelación no son conscientes de ello. Sin embargo, en el caso de Ángel Crespo tenemos un documento, en forma de poema, que nos puede acercar a la respuesta. El poema lleva por título “Ciudad Natal”, y lo que nos dice en él sobre los jardines del Prado significa una ruptura total con su tierra —la nuestra— y con las estructuras sociales que en ella se daban.
     Y es gracias a esa ruptura, dolorosa y mágica, que Ángel Crespo se aventura por caminos físicos y espirituales que le harán recorrer geografías y pensamientos hasta entonces ignorados, para convertirse en un hombre nuevo, para llegar a ser un referente de la cultura española, para viajar de la provincia al mundo.
     Podría decirse que, de la misma manera que a Unamuno “le dolía España”, a él le “dolía Ciudad Real”. Pero de una manera tan cercana y directa que tuvo que marcharse, harto de un sistema social que se le hacía irrespirable, para dar aire a su poesía casi adolescente. En un viaje iniciático sin retorno, pues jamás deseó volver la vista atrás ni el reencuentro con las gélidas rosas de los jardines del Prado.
     Su adscripción al postismo, movimiento que pretendía haber superado todos los “ismos”, lo puso en contacto con muchos jóvenes que, con el tiempo, serían luz de las letras y de las artes en España: el poeta Edmundo de Ory; el dramaturgo, entonces pintor, Francisco Nieva; Benjamín Palencia y Gregorio Prieto; Chicharro y Tapies. Del intercambio entre todos ellos surgió una pléyade de artistas comprometidos, políticamente incómodos, formalmente irreverentes, que contribuyó a cambiar el panorama cultural del país entero.
     Y, aunque Ángel Crespo siguió escribiendo y publicando poemarios cada vez más sutiles y laboriosos, su enorme facilidad para los idiomas le deparaba el triunfo en una faceta que tal vez no había previsto: sus traducciones del portugués, del inglés, del francés y del italiano, idiomas que dominaba al igual que el catalán y el latín, donde había ensayado los primeros pasos siendo todavía un niño. Numerosos premios europeos lo atestiguan, además de que al final de su vida le fue concedido en dos ocasiones el Premio Nacional de Traducción. Así se reconocía su obra en España, adonde volvió desde su voluntario exilio tras la normalización política.
     Por otra parte, su labor docente en las Universidades de Puerto Rico, Venecia y Washington, que jamás se sabrá si fueron consecuencia del exilio o punto de partida del mismo, le permiten poner en funcionamiento su instinto viajero, traspasar al fin aquellos cerros que le ocultaban el infinito, conocer de primera mano otras culturas que sí estaban dispuestas a darle cobijo.
     Pero tengo que reconocer que para mí, de toda su obra, lo que más emociones me causan son aquellos romances juveniles, que dibujaban vibraciones intensas a través de rimas audaces y metáforas imposibles. Romances que suelo recitar en público tantas veces como ocasiones me dan para ello. Llenos de calor y luminosidad frenética, aunque las provincianas rosas del Prado sólo significasen para él desprecio y frío.

Publicado en Diario Lanza el 3 de Noviembre de 2011

lunes, 21 de noviembre de 2011

Doctor Stockmann

Galería de Inmortales

         DOCTOR STOCKMANN
                                                 Francisco Chaves Guzmán

Plebeyos serán siempre
los que acaten sin discusión
lo que "piensa" la mayoría
(es un decir),
o lo que ordenen sus superiores.
(Un enemigo del pueblo, Henrik Ibsen)

     Generoso, como siempre lo ha sido, el Doctor Stockmann me recibe en su casa ofreciéndome ponche caliente en una cazoleta de plata. Es un hombre de mediana edad, cabello gris con pronunciadas entradas y esa mirada profunda de los que no se arredran por nada. Para cualquiera que lo vea, resulta evidente que su gesto, mitad irónica sonrisa y mitad seria reconcentración, denota inteligencia y sensibilidad.
     Vive cerca de Oslo, entre pinos milenarios y aguas en torrentera, un tanto alejado de todo y otro tanto cercano a todo. En su invernadero, plantados en macetas de vivos colores, cultiva diminutos tomates, manjar exquisito y exótico con el que agasajar a sus amigos.
     Dr. Stockmann.- ¡Bienvenido sea usted! Me gusta tener en casa gente que me estimule.
     Periodista.- Gracias. Pero tenga en cuenta que mi labor no es la de estimularle, sino la de sonsacarle.
     Dr. S.- Sé que hará ambas cosas. Pregunte sin reparos.
     P.- Verá, Dr. Stockmann, resulta que en mi país hay opiniones encontradas sobre usted. Sobre si es un innovador o un reaccionario.
     Dr. S.- Esos términos han sido tan manoseados que ya no significan nada.
     P.- ¿Podría clasificarse a sí mismo con otras palabras?
     Dr. S.- Yo soy un Enemigo del Pueblo.
     P.- Al que estuvo a punto de concedérsele el titulo de Amigo del Pueblo.
     Dr. S.- Afortunadamente, tal cosa no ocurrió.
     P.- ¿Por qué afortunadamente?
     Dr. S.- Puesto que tales recompensas son otorgadas por quienes ostentan el poder, esos nombramientos suelen caer siempre en aduladores, o en fariseos, o en corruptos.
     P.- Y usted no lo es.
     Dr. S.- Gracias a no serlo se me colgó el sambenito de Enemigo del Pueblo, que hoy tanto me honra.
     P.- ¿Dice que le honra?
     Dr. S.- Sí. Porque, al provenir también del poder, la descalificación se convirtió en reconocimiento de que mi dignidad no había sido doblegada por las intrigas.
     P.- ¿Se considera usted demócrata?
     Dr. S.- Yo entiendo por democracia el que un ciudadano pueda defender públicamente sus ideas sin temor a las represalias de aquellos a los que se les llena la boca con la palabra "democracia".
     P.- Pero usted no respeta la voluntad de la mayoría.
     Dr. S.- No cuando esa voluntad ha sido mediatizada previamente por los medios de comunicación.
     P.- Tenga en cuenta que la libertad de prensa es piedra angular de la sociedad democrática.
     Dr. S.- Y que no existe cuando los medios de comunicación están en manos de las tramas financieras. Veamos, ¿tenemos usted o yo alguna posibilidad de fundar una cadena de televisión?
     P.- Si encontramos los medios financieros...
     Dr. S.- ¿Y que piensa que van a exigirnos para poner en nuestras manos esa financiación?
     P.- Moderación.
     Dr. S.- Y prudencia. Bueno, lo que los poderosos entienden por moderación y prudencia. Y que, desde la cadena, modelemos la voluntad de la mayoría para que apoye sus proyectos.
     P.- Para que apoye el Balneario.
     Dr. S.- Digamos que el interés común. El interés común de los socios del Balneario, claro. Y de los especuladores con los terrenos adyacentes.
     P.- Tenga en cuenta, Dr. Stockmann, que en la actualidad... los mecanismos de control...
     Dr. S.- No sea ingenuo, amigo mío, los mecanismos de control también son controlados por los socios del Balneario.
     P.-... y el hecho de que mi periódico ofrezca un espacio a un Enemigo del Pueblo...
     Dr. S.-... no sirve para cambiar mi opinión.
     P.- Le ruego conceda a mi periódico el beneficio de la duda.
     Dr. S.- No es mi intención negárselo... generalizaba. Por cierto, ¿le apetece tomar otro ponche?
     P.- Se lo ruego: hace un día gélido.
     Dr. S.- Me agrada usted, ¿sabe? No suelo confiar en los hombres que sólo beben té.
     P.- Le confieso que yo tampoco.
     Dr. S.- Lo imaginaba. No se le encarga a cualquiera entrevistar a un Enemigo del Pueblo. Por cierto, ¿reconoce la música que tenemos de fondo?
     P.- Por supuesto. Es Peer Gynt, de Edward Grieg, el héroe musical noruego.
     Dr. S.- No es contradictorio que un Enemigo del Pueblo ame a su patria y se apoye en sus raíces.
     P.- Pero tengo entendido que a Ibsen no le gustaba la adaptación musical de su poema.
     Dr. S.- Estoy convencido de que hoy tendría otra opinión al respecto.
     P.- ¿Cree que es posible cambiar de opinión?
     Dr. S.- No sólo es posible, sino también necesario. ¿Qué sería, en caso contrario, del progreso y de la ciencia?
     P.- ¿Y de ideas políticas?
     Dr. S.- Ya sabe que cuando una idea se convierte en dogma se esclerotiza. Entonces es preciso salir en busca de algo nuevo.
     P.- ¿Y dónde quedan las convicciones?
     Dr. S.- En que una mentira será siempre una mentira, sirva a quien sirva. Y que, cuando los principios éticos están supeditados a los intereses de unos pocos, la sociedad es una cloaca. Hay que cambiar para salir de la cloaca.
     P.- ¿No basta con una mano de pintura?
     Dr. S.- Marrullerías políticas de quienes anteponen su propio bienestar y beneficio.
     P.- ¿No fue usted demasiado lejos al poner en peligro el bienestar de su propia familia?
     Dr. S.- ¿Es que por tener mujer e hijos voy a perder mi derecho a decir la verdad?
     P.- Podría haber mirado hacia otra parte...
     Dr. S.-Yo no soy un plebeyo.
     P.- ¿Se considera un aristócrata?
     Dr. S.- Usted ya sabe que para mí es plebeyo quien acata sin discusión lo que ordenan sus superiores.
     P.- No me negará que obró con descuido, sin cubrirse las espaldas, falto de estrategia.
     Dr. S.- ¿Quién se acordaría hoy de mí si yo hubiese sido un hombre asustadizo y moderado, un mercachifle, un pusilánime?
     P.- Hay quien opina que usted es un visionario.
     Dr. S.- ¿Quiere decir un utópico? Puedo asegurarle que si la utopía es la búsqueda de las verdades cotidianas y de la libertad personal, yo busco la utopía.
     P.- ¿Qué no debe hacer nunca un hombre que camina en pos de la dignidad?
     Dr. S.- ¿Nunca? Envilecerse obrando contra sus ideas, de manera que tenga que avergonzarse de sí mismo y escupirse a su propia cara.
     P.- ¿No está plagiando a Ibsen?
     Dr. S.- Me cito a mí mismo.
     Las aguas de fiord al que alguien propuso, hace más de cien años, arrojar al Doctor Stockmann están negras y heladas. Un sol oblicuo, lejano, presta rojizas tonalidades al verde de los infinitos bosques.
     Mientras, un grupo de chavales juega en la nieve, aparentemente ajenos al drama que se representa en las cuatro esquinas del planeta.

Publicado en Diario Lanza el 21 de Noviembre de 2011

lunes, 14 de noviembre de 2011

Sherman McCoy

Galería de Inmortales

                    SHERMAN McCOY
                                               Francisco Chaves Guzmán

Un liberal es un conservador
que ha sido detenido por la policía.
(La Hoguera de las Vanidades, Tom Wolfe)

     Un modesto apartamento en un viejo edificio de cualquier barrio venido a menos. New York. Mister McCoy, desaliñadamente vestido, tiene el pelo revuelto y barba de varios días. Es joven, alrededor de los cuarenta, observa con el mentón en lugar de con los ojos, su mirada perdida es la de un visionario y se le notan ademanes de patricio desclasado.
     Me ha ofrecido cerveza barata en cristal de Sajonia. Una estantería desvencijada sostiene un par de docenas de libros lujosamente encuadernados. En una alacena con estantes forrados de plástico hay tres auténticas y barrocas porcelanas de Sèvres. Las cortinas y sillones son de un marrón no muy limpio, pero sobre una rinconera hay un ramo de rosas rojas. Eclecticismo cutre y posmoderno de yuppy completamente arruinado.
     McCoy.- Odio a los periodistas, como usted sabe.
     Periodista.- Ya le expliqué que no soy exactamente un periodista, sino un escritor que ama el riesgo de la entrevista.
     McCoy.- Tampoco me gustan los escritores.
     P.- Tampoco soy un escritor al uso, sino alguien que escribe.
     McCoy.- No veo la diferencia.
     P.- La diferencia radica en que escribo por pasión.
     McCoy.- Me suena a cuento chino, pero haré como que le creo. Ahora, dígame, ¿qué quiere de mí?
     P.- Si estoy aquí es con la única finalidad de hacerle una pregunta: ¿es usted una rata, Mister McCoy?
     McCoy.- Por supuesto.
     P.- ¿Está seguro?
     McCoy.- ¡Completamente! Lo soy desde que aquella otra rata mordió mi mano en los calabozos de la policía. Tal vez me insufló su espíritu. ¿Qué le parezco ahora?
     P.- Una rata.
     McCoy.- ¿Lo ve?
     P.- Pero no desde ese momento, sino también antes, cuando era millonario, un terrible chacal de Wall Street.
     McCoy.- En el mundo sólo hay ratas y putas. Luego existen subdivisiones: negros, decoradores, abogados, ladrones, periodistas, asesinos, policías, pastores, drogadictos, camareros, etc, etc, etc, infinitas subdivisiones.
     P.- Y, ¿a qué tipo pertenece usted?
     McCoy.- ¡A ninguno! ¡Yo soy la Gran Rata! Si antes era Amo del Universo, desde mi oficina de Wall Street, ahora soy la Rata Universal, y voy a terminar con todas esas ratas de pacotilla.
     P.- Está usted pirado, Mister McCoy.
     McCoy.- ¿Loco yo, el gran genio del Mercado de Bonos?
     P.- ¿No quiere usted a nadie?
     McCoy.- ¡A nadie!
     P.- ¿Ni siquiera a su hija?
     McCoy.- Los niños tardan poco en convertirse en adultos. ¡A nadie!
     P.- ¿Ni a usted mismo?
     McCoy.- Yo estoy muerto. Morí en el mismo instante en que me detuvo la policía.
     P.- Creí que usted pensaba que cuando a un conservador lo detiene la policía se convierte en liberal, no en muerto.
     McCoy.- Era Tom Wolfe, con su seca ironía de rata escritora, quien pensaba así. Pero sí, lo soy, soy un liberal.
     P.- ¿Qué entiende por eso?
     McCoy.- Que hay que acabar de una vez con este sistema injusto y coactivo.
     P.- No me dirá también que es un revolucionario...
     McCoy.- ¡Claro que lo soy! Es preciso derribar todas las estructuras de un sistema que permite a un vago, un negro, un pobre, un analfabeto, arruinar la vida de un Amo del Universo. Es preciso que la Ley sea la ley de los Amos, la ley del Dinero.
     P.- Es usted algo peor que un loco.
     McCoy.- ¿Un fascista?
     P.- No. Algo muchísimo peor que un fascista.
     McCoy.- ¿Y usted? ¿Qué es usted?
     P.- Como diría un poeta de mi tierra, yo soy, simplemente, y en el buen sentido de la palabra, un hombre bueno.
     McCoy.- No llego a entender lo que significa.
     P.- Pues significa que pertenezco al grupo de los que piensan que es preciso acabar con la tropelía, hasta no dejar piedra sobre piedra...
     McCoy.- ¡Es de los míos!
     P.-... pero en sentido opuesto al suyo, pues opino que es detestable un sistema que embrutece a los ciudadanos, donde la justicia es simple simulacro, cuyas piedras angulares son la dentellada y la manipulación, en el que el beneficio es fin último de la vida.
     McCoy.- Es usted una rata comunista. ¿Quién le ha concedido visado para entrar en los Estados Unidos?
     P.- No se excite: me limito a citar las denuncias que hace Tom Wolfe, un compatriota suyo, su biógrafo. Y él no es un izquierdista; más bien todo lo contrario.
     McCoy.- ¡Miente! Tom Wolfe, en la crónica de los hechos que me conciernen, se limitó a exponer la tremenda iniquidad de que fui víctima.
     P.- Todos admitimos que su detención y proceso fueron tremendamente arbitrarios. Le calumniaron, le maniataron, le dejaron indefenso. Un grupo de individuos que puso su propio beneficio por encima de la justicia y de la libertad.
     McCoy.- Lo admite.
     P.- Han hecho con usted lo mismo que se hace a diario con millones de personas. Pero usted no se rebela contra la injusticia, sino contra la pérdida de su impunidad como depredador, como animal carroñero, que desde las oficinas del poder condena a la mayoría de la población a la miseria y a la estulticia.
     McCoy.- ¡Me insulta en mi propia casa!
     P.- Ustedes, los Amos del Universo, han creado una alimaña, un sueño infamante, una estructura de mentiras. Pero su alimaña es tan ciega y demente que ataca a sus propios dueños. Es como un robot que no hubiese aprendido las reglas de la robótica. ¿Entiende este lenguaje?
     McCoy.- Pero... ¿cómo se atreve un hispano, un provinciano, a venir aquí, a la capital del mundo, a impartir lecciones de moral y de política? Cuando es seguro que su analfabetismo funcional le impide conocer la estructura espiritual del mercado de valores, el hálito vital de acciones y bonos, la erótica de la compraventa.
      P.- Conozco lo imprescindible, Mister McCoy: que el éxito de una operación bursátil no depende de los fundamentos económicos de la compañía en la que se invierte, sino de los vaivenes especulativos a que están sometidas las acciones por parte de los Amos del Universo.
     McCoy.- ¡Esto no se lo consiento! ¿Cómo podría funcionar el mundo sin un Mercado serio y globalizado que aborte las veleidades éticas de los estetas de la moral?
     P.- Le ha salido una frase preciosa, Mister McCoy, pero carente de sentido. Recuerde que ahora es usted tan pobre como yo, incluso un poquito más.
     McCoy.- Sólo de forma pasajera. Volveré a compartir las riquezas de los de mi clase social en cuanto haya cumplido mi labor justiciera, eliminando a los que se atreven a poner en peligro los privilegios de nuestra raza superior...
     P.- No es la cárcel, sino el manicomio el lugar en que merece estar.
     McCoy.-... como un pistolero del tiempo de los pioneros, limpiando de seres inferiores las feraces llanuras de América.
     P.- Es usted un payaso.
     McCoy.- ¡Fuera de mi casa!... llamaré a la policía... ¡subversivo!... canalla... ¡fuera de mi casa!
     La babélica New York hiede, hiede el taxi que me lleva al aeropuerto, hiede la Quinta Avenida, hiede la efigie de la libertad de empresa, hiede cada metro cuadrado de la ciudad, como descubrió Tom Wolfe en cada página de su novela.
     Y lo peor es que el hedor, que sus habitantes confunden con agua de rosas por la fuerza de la costumbre, tiene sucursales en todos los barrios del Imperio.

Publicado en Diario Lanza el 14 de Noviembre de 2011

lunes, 7 de noviembre de 2011

Conde Arnaldos

Galería de Inmortales

                       CONDE ARNALDOS
                                           Francisco Chaves Guzmán


¡Quién hubiese tal ventura,
sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
(El Conde Arnaldos, Anónimo)

     Una pequeña y arenosa cala en el litoral levantino, defendida por riscos altísimos y puntiagudos como las almenas de un onírico castillo medieval. Todo es silencio, salvo el respirar del mar. Calma. Apenas una leve brisa y el vuelo reposado de un ave de bellísimo plumaje. El sol se levanta perezoso, apenas recostado en el horizonte, mientras una barca de pescadores faena a lo lejos. Huele a sal. Es un tibio amanecer del final de la primavera, tal vez comienza el día más largo del año. Hay varios capazos repletos de naranjas y limones. Del puchero que hierve al fuego brota el vapor de un café muy aromático. Un cachorro de indefinida raza se deja acariciar la nuca por mi mano, entre ronroneos que simulan ser ladridos.
     El conde Arnaldos, que viste de blanco inmaculado, me sirve café, me ofrece azúcar, enciende su pipa. Estamos sentados a la mesa en dos sillones de mimbre de alto respaldo. El mar nos contempla con curiosidad.

     Arnaldos.- ¡Bienvenido a la Arcadia!
     Periodista.- No se puede negar que este lugar es un remanso de paz. ¿Cómo lo consigue?
     Arn.- Todo radica en proponérselo.
     P.- ¿No se encuentra demasiado solo?
     Arn.- No le digo ni que sí ni que no. Porque la compañía o la falta de ella pertenecen al ámbito de lo privado.
     P.- Lo asumo. Perdone mi indiscreción, pero se sabe tan poco de usted...
     Arn.- ¿Tan poco?
     P.- Solamente trece versos. Exactamente, doscientas ocho sílabas, ciento veintisiete palabras. Para una biografía no es mucho.
     Arn.- En las que la fuerza poética puede multiplicar indefinidamente sus relaciones a través de un juego casi orgiástico de significantes y significados.
     P.- Lo sé, lo sé. Pero yo me debo a mis lectores y ellos están ávidos de información, de conocimientos.
     Arn.- Resulta difícil comprender esta curiosidad actual que pretende convertir un poema pluridimensional en un mensaje publicitario plano. No estoy tan alejado del mundo como para no conocer las tendencias intelectuales que lo asolan, pero me hallo lejos de compartir estas modas.
     P.- No es eso lo que buscan mis lectores.
     Arn.- Pues, ¿qué tipo de lectores tiene?
     P.- Afortunadamente, de los que desean proseguir con el juego de relacionar significantes y significados.
     Arn.-Imagino que sus lectores deben ser considerados como bichos raros en esta selva de uniformidad mediática.
     P.- Por suerte, hay muchos más bichos raros de lo que parece. Pero esta condición suele pertenecer también a la esfera de lo privado.
     Arn.- No me diga que aún quedan reductos de intimidad ahí fuera.
     P.- A pesar de las intrigas...
     Arn.- En ese caso, seré menos escueto de lo que tenía decidido. Si sus lectores son excepcionales, haré yo también una excepción.
     P.- No me ira a decir el contenido de la canción que cantaba el marinero...
     Arn.- ¡Je, je! Usted sabe que tal cosa es imposible...
     P.- ¿Porque aún la desconoce o porque se encuentra ligado a un juramento?
     Arn.- Digamos que pertenece a un ritual de iniciación reservado a unos pocos elegidos, que han de comprometerse en una causa común. Tras pasar todas las pruebas.
     P. ¿Le está permitido decir en qué consisten esas pruebas?
     Arn.- Sólo de la primera, la que se utiliza para captar neófitos: leer repetidamente, y con mucha atención, el romance del conde Arnaldos.
     P.- ¡Ja, ja! Tiene sentido del humor...
     Arn.- Es uno de los síntomas de haber sido iniciado con absoluto éxito.
     P.- Eso significa que conoce la canción.
     Arn.- Piense lo que crea que debe pensar. Será útil para usted y para sus lectores.
     P.- No le puedo ocultar que me parece, al mismo tiempo, una sentencia, una trampa y un acertijo.
     Arn.- Es lo propio de la magia.
     P.- ¿De la magia?
     Arn.- ¿No le parece que es preciso tener excepcionales poderes para decir y no decir al mismo tiempo?
     P.- Me da la impresión de que intenta jugar conmigo. ¿No es así?
     Arn.- Y usted conmigo. Usted pregunta y yo contesto. Y, sin embargo, ninguno de los dos preguntamos ni contestamos.
     P.- Luego estamos en un círculo mágico.
     Arn.- Exactamente.
     P.- ¿Me dirá, al menos, si los ritos son órficos o eleusinos?
     Arn.- ¿Qué le hace pensar que pudieran serlo?
     P.- Una intuición.
     Arn.- Pues bien, tienen algo de ambos. Pero no tema: no van a venir las mujeres tracias a lapidarnos.
     P.- A pesar de haberlo pensado, no deja de sorprenderme que tales ritos llegasen hasta el medioevo ibérico.
     Arn.- Los árabes trajeron un poco de todo.
     P.- ¿También las velas de seda y las jarcias de cendal?
     Arn.- La sensualidad a una tierra arisca que, prácticamente, había caído en la barbarie.
     P.- ¿Podría pensarse, pues, que el autor fuese árabe o descendiente de árabes?
     Arn.- Puede creerme si le digo que de tal cosa no tengo la menor idea. Pero no cabe duda de que fue un hombre tremendamente refinado.
     P.- Y en aquella época, en la península ibérica, los únicos refinados y sensuales eran los musulmanes.
     Arn.- No olvide que los zéjeles de Al-Andalus se escribieron cuando nuestro idioma estaba todavía en fase de formación.
     P.- Permítame que retome el hilo de nuestra charla. ¿Le puedo preguntar que intentaba cazar con un halcón en la orilla del mar? ¿Sardinas?
     Arn.- En la mañana de San Juan todo era posible.
     P.- ¿Era? Todavía se reúnen las gentes alrededor de las hogueras esperando el amanecer.
     Arn.- Por favor, no me hable de eso. Las masas de hoy salen de fiesta, sin saber por qué, cuando lo ordena el alguacil de turno. Patético.
     P.- ¿Todo era posible?
     Arn.- Todo. Hasta que las amarras de una barca de pescadores fueran de gasa transparente.
     P.- ¿Incluso que los peces se paseasen sobre la superficie del mar?
     Arn.- Incluso que los marineros cantasen.
     P.- ¿De verdad no me puede decir ese cantar?
     Arn.- Yo no digo esa canción sino a quien conmigo va.

     Tras la entrevista he vuelto a leer el romance del conde Arnaldos decenas, cientos, tal vez miles de veces, no sé si en un segundo o en millones de años. Venturas, galeras, cendales, halcones, mástiles, marineros, se unen de infinitas formas en un mar que es sosegado y tempestuoso al mismo tiempo.
     Ahora sé que una de esas infinitas posibilidades es literalmente la canción del marinero. Y que todas las demás también lo son.

Publicado en Diario Lanza el 7 de Noviembre de 2011