lunes, 24 de octubre de 2011

Tartufo

Galería de Inmortales

            TARTUFO
                       Francisco Chaves Guzmán

Pero como el honor
no se ve exteriormente,
sino que cada cual
lo tiene escondido,
parecen más valientes
los que meten más ruido.
(Tartufo, Molière)

                                   Versalles. Desde la mansarda en que está situado el despacho de Tartufo se observa una amplia panorámica de la ciudad. A la izquierda, los cuarteles de la Guardia Real; a la derecha, el palacio de Luis XIV. Más allá la geometría perfecta de los jardines y el dibujo en cruz de los canales. Un rebaño de lanudas ovejas es fotografiado por los turistas. El despacho parece un museo barroco: los sillones, mesas, relojes y cuadros son un compendio de filigranas. Y los lomos de los libros están grabados en oro.

                                   Tartufo parece exultante, embutido en su terno gris, que contrasta con la corbata granate, moteada con diminutas coronas reales y aún más pequeñas flores de lis.


            Tartufo.- Aquí me tiene, a pocos metros de donde vi la luz por vez primera, de ese palacio que yo considero de mi propiedad, pasto ahora de los enjambres de turistas, ajenos a su sentido y a su grandeza.
            Periodista.- Tenía entendido que usted vivía en París.
            Tart.- Desde allí llevo los negocios, pero no puedo permanecer alejado de lo que son mis raíces.
            P.- ¿Nostalgia?
            Tart.- En absoluto. Creo que habitamos una época dorada, el escenario perfecto para gentes de mi raigambre.
            P.- ¿Para los hipócritas?
            Tart.- Llámenos como quiera, si necesita de una terminología que le permita clasificar la realidad.
            P.- Por esa respuesta, más que de un hipócrita da la apariencia de un cínico.
            Tart.- Las virtudes se presentan en ramilletes, como las flores. O como los brazos de un candelabro.
            P.- Se dice que es usted inmensamente rico.
            Tart.- Ni puedo ni quiero negarlo. Pero no vaya a creer que la riqueza es el corolario obligado de la hipocresía. Hay mucho hipócrita muerto de hambre.
            P.- ¿A qué achaca, pues, ese cuerno de la abundancia que son sus finanzas?
            Tart.- A la inteligencia, naturalmente. Y a la fe. No olvide que la riqueza es una prueba de haber sido elegido por la divinidad.
            P.- Esa idea es protestante. Más: es el espíritu mismo del protestantismo. Yo le creía católico.
            Tart.- Todos somos protestantes actualmente.
            P.- La mayor parte de la población francesa es católica. De todo el sur de Europa.
            Tart.- De boquilla. El día en que al Papa se le ocurra hacer una declaración que no guste, la masa le retirará de inmediato el beneficio de la infalibilidad.
            P.- Existen creencias muy arraigadas.
            Tart.- No se deje engañar. Incluso algunas congregaciones religiosas de nuevo cuño, que aparentan casi enarbolar el estandarte del fundamentalismo católico, están en realidad incorporando a su fe lo que usted bien llama el "espíritu del protestantismo".
            P.- Entonces, ¿ha renegado usted del catolicismo?
            Tart.- No, no. ¿Qué necesidad tengo de papeleos innecesarios que le robarían tiempo a mis negocios?
            P.- Ahora sí veo al hipócrita. Por un momento pensé que había equivocado al personaje.
            Tart.- No tema. Los hipócritas somos necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad.
            P.- No debía pensar lo mismo el Rey cuando le mandó encarcelar.
            Tart.- No debe hacer caso de ese infundio: Molière tenía por costumbre dar a sus obras un desenlace inverosímil.
            P.- ¿Por qué le zahirió Molière con tanto rigor?
            Tart.- Molière era un libertino. Por eso me atacaba.
            P.- ¿Un libertino?
            Tart.- En aquella época llamábamos así a los librepensadores.
            P.- ¿Un librepensador que adulaba al Rey?
            Tart.- Que le divertía con juegos florales mientras esperaba el momento de cortarle la cabeza.
            P.- No le gustan los librepensadores, ¿verdad?
            Tart.- Son la semilla del desorden, del pecado, de la subversión. Un peligro para el Estado.
            P.- ¿Y la libertad?
            Tart.- Es lo más hermoso que tenemos, la radiante consecuencia de la evolución histórica. Que ha de defenderse con uñas y dientes.
            P.- Eso es lo que dicen los enciclopedistas, los intelectuales.
            Tart.- No se confunda. Lo que realmente intentan es poner todo en tela de juicio, entronizar la duda, cayendo en el relativismo cultural y en la anarquía de las costumbres.
            P.- Pero todo es relativo. Usted mismo ha cambiado su conciencia religiosa, su comprensión de la realidad social.
            Tart.- Ya nada es relativo; habitamos la era de la certeza. Hemos alcanzado la verdad, tras siglos tanteando a ciegas. Es por esta razón que no debe permitirse que los llamados intelectuales pongan en peligro las maravillosas cotas de libertad alcanzadas.
            P.- ¿Cuál es el auténtico sentido de la libertad?
            Tart.- Por supuesto, que el descubrimiento de la verdad.
            P.- ¿Y qué hacer con los intelectuales liberticidas?
            Tart.- Ese asunto es competencia judicial y policial. Es preciso ser muy severos, aunque no creo necesario reinstaurar la hoguera.
            P.- ¿Tengo que pensar, en consecuencia, que la persecución de la lujuria ya no se encuentra entre sus prioridades?
            Tart.- No desbarre. Esos vicios nefandos ponen en entredicho la estabilidad política y económica. La verdad que hemos conquistado ofrece los cauces naturales de comportamiento. Además, puesto que los delitos del pensamiento presentan ciertas dificultades para ser perseguidos con éxito, bien podemos emplear los atentados a las buenas costumbres para acabar con nuestros enemigos.
            P.- ¿Qué aconseja, pues, a mis lectores para el disfrute de la verdad?
            Tart.- Que se conviertan en defensores activos de la libertad, que renuncien a las obras y a las pompas que los falsos intelectuales les han tendido como trampa, que sigan las directrices que se les dan desde nuestros medios de comunicación. Y que entren a formar parte de las asociaciones que sirven para desenmascarar a todos aquellos que son incapaces de comulgar con nuestra verdad. La verdadera libertad consiste en hacer aquello que se ha decretado como obligatorio y renunciar a todo lo que se ha prohibido.
            P.- Le noto solidario.
            Tart.- Lo soy. Gasto parte de mis beneficios en sufragar organizaciones solidarias.
            P.- ¿Sabe, señor Tartufo? Desconocía esta nueva forma de comprender y asimilar la libertad. Muchas gracias por abrirme su solidario corazón.
            Tart.- De nada, amigo, de nada.


                                   Vuelvo a París sin perder un instante, a oxigenarme en el Jardín de Luxemburgo, donde los alumnos del cercano liceo Fenelon pasean sus libros displicentemente, pero en absoluto ajenos a la sombra de Tartufo, que escudriña en sus bolsillos.
                                   “Bonjour, monsieur, ¿pourriez-vous me dire ou se trouve la Fontaine de Médicis?”, me pregunta un jovencito cuyos revoltosos rizos le enmarcan el rostro. “Oui, là-bas, à gauche”
                                   Gracias, muchacho, me has salvado el día.

Publicado en Diario Lanza el 24 de Octubre de 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario