miércoles, 28 de septiembre de 2011

La Censura Insaciable

ESPIRALES ELÍPTICAS

                       La Censura Insaciable
                                                    Por: Francisco Chaves Guzmán

     Coincidiendo con el comienzo del curso escolar en Estados Unidos, había estos días preocupación en ambientes intelectuales por los intentos cada vez más frecuentes que allí se producen de impedir que algunos libros estén a disposición de los alumnos en colegios e institutos. Me han llegado como ejemplos de persecución obras tales como “Un Mundo Feliz” de Aldous Huxley o “Huckleberry Finn” de Mark Twain, peligrosísimos artefactos subversivos.

     Yo no creo que haya que rasgarse las vestiduras: la actividad pasada y presente de los censores no conoce descanso y el futuro les deparará sin duda motivos sobrados para esmerarse en su cruzada. Es más, tiene sus ventajas: pues al menos ellos tendrán que leer los libros que consideren peligrosos, lo cual es un buen punto de partida, y, además, su celo implacable pondrá a los posibles lectores sobre la pista de qué libros merecen la pena. Ya nadie podrá escudarse en el desconocimiento para no leer a Huxley o Twain.
     Pero seamos serios y dejemos la ironía apartada. Lo peor de la Censura —que se escribirá siempre con mayúscula por ser una institución provecta y de gran raigambre— es su insaciabilidad. Vamos, que empieza por acosar a los que ponen en solfa el orden establecido y, haciendo gala de glotonería, intenta devorar como postre hasta los cuentos infantiles. Nadie lo tome a broma: los censores de última generación consideran herida su sensibilidad por los desmanes que Sirenitas, Cenicientas y Pulgarcitos provocan entre los más pequeños.
      Ahora bien, si los objetivos de la Censura son uniformes y radican en truncar la existencia de todo pensamiento que incomode a los censores, los métodos de que se sirve varían y se alternan según las conveniencias que dicta el momento histórico en que se produce. Es decir, que los caminos que recorre la acción de censurar también pueden llegar a ser inescrutables, como el malévolo talento de artistas y escritores, que no paran de provocar su escandalizada ira.
     Existe, como todo el mundo sabe, la Censura pirómana, que consiste en escenificar las llamas infernales metiendo en la hoguera a libros y literatos, magnífico espectáculo de “luz y sonido” que se ofrecía al populacho en las plazas públicas como compensación por haberle condenado al analfabetismo. Generadora de grandes cantidades de adrenalina, es el sueño recurrente y referencial de todo censor en activo o jubilado. Y ha producido tantas ignominias que sería injusto citar algún ejemplo.

     Y también la Censura burda, propia de aficionados con pocas luces, que suele motivar grandes rechiflas y chascarrillos sin límite aprovechando que carece de elementos trágicos. Como la del policía local que confiscó en una librería cacereña una reproducción de la Maja Desnuda de Goya por atentar contra la moral. Y se quedó tan fresco y convencido de haber llevado a cabo un acto heroico.
     O la censura sofisticada, cuyos agentes presumen en elegantes cenáculos de haber degustado las obras que el vulgo, falto de formación, jamás debería leer. Como Menéndez Pidal, cuando decía que “El Satiricón” únicamente debería estar permitido en latín, pues era tal su calidad literaria que constituía un crimen cultural el traducirlo. En lo que no cayó el ilustre prohombre es en que la misma sutileza podría aplicarse a Cervantes o Shakespeare.
     Y la censura tutelar, clientelista y paternalista, cuyos fogosos próceres ensalzan las obras de sus discípulos y denigran hasta el escupitajo a quienes no lo son. Como ciertas editoriales, para las que no existe otra literatura que la producida en sus “cuadras”, término de su argot con que se designa al conjunto de escritores que tienen contrato de exclusividad con una de ellas.

     Y la censura ninguneadora — ¡qué horrible palabro!—, que consiste en menospreciar desdeñosamente aquello que no se conoce o no se comprende o no sirve a los intereses del censor. Instrumento que condena al ostracismo y el anonimato a los escritores que muestran reticencias con respecto al entramado establecido, que siempre se postula como eterno e inmejorable.
     Y la peor de todas las clases de censura, la autocensura. Expresión del pánico que todos llevamos dentro y que nos lleva a dejar siempre algo en el tintero, a no utilizar las palabras que querríamos, a modernos la lengua, a no poner ejemplos sospechosos. Porque hay algo aun peor que el que te releguen de la literatura: que te releguen de la vida, del trabajo, del prestigio y del aprecio.
     El censor es, pues, un alto personaje, vocacional, exquisito, poderoso, comprensivo, tolerante, eficaz, panoplia de virtudes, dechado de cualidades, arquetipo de templanza, ejemplo de probidad… ¡Y que alguien diga lo contrario!
     Menos mal que, como defiende Manuel Rivas, “los libros arden mal”.

Publicado en Diario Lanza el 28 de Septiembre de 2011

1 comentario:

  1. He disfrutado mucho leyendo tu artículo: es claro, conciso, contundente.

    Al hilo de lo que expones, se me ocurre que la censura, sobre todo la ejercida sobre las letras, sirve también para aguzar el ingenio. Pienso en el Siglo de Oro, con Quevedo, Gracián y todo el plantel de talentos obligados a enontrar expresiones menos obvias pero igualmente certeras para denunciar personajes indigestos y realidades miserables. ¿Hasta qué punto el conceptismo barroco no fue un fruto inesperado del cruce entre la censura culta y el intelecto desencantado? Incluso en la jerga de germanía se perciben rastros inequívocos de esa mordacidad presentada con metafórico atavío. Sin que ello contribuya al elogio de la misma, lo cierto es que la censura dota de valor a aquello que condena; equivale, si no exactamente a un certificado infamante de calidad, a una pista orientativa, como bien sugieres. Por eso, ahora que nadie nos oye, no me resisto a decir que todo escritor sueña en secreto con el censor que persiga su obra...

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