jueves, 1 de septiembre de 2011

Wagner, el Arte Total

ESPIRALES ELÍPTICAS

              Wagner, el Arte Total
                                                Por: Francisco Chaves Guzmán

     Para los nazis, Wagner es un profeta de sus ideas, del triunfo de la raza aria, del imperio de los mil años, del pangermanismo totalitario, del paso de la oca y de los campos de concentración. Para los antinazis, Wagner es el poeta del enemigo, el músico de las marchas militares, el teatrero de las fuerzas reaccionarias.

     O sea, que nazis y antinazis están de acuerdo. Naturalmente, están de acuerdo porque no conocen a Wagner o lo conocen muy de pasada. Los primeros se limitan a adorar un estandarte fabricado por sus dirigentes en un momento histórico muy determinado. Los segundos, a escupir sobre el estandarte diabólico de la maldad.
     Si unos y otros conociesen a Wagner, y se lo explicasen a sí mismos sin racionalizaciones preconcebidas, es muy probable que continuasen estando de acuerdo, pero en otro sentido: en el de que no es posible atribuir al músico una ideología que no cuadra ni con su obra ni con su vida, como no sea forzando la interpretación de su existencia más allá de lo coherente.
     Pues, en realidad, Wagner no es nada más que un artista romántico. Y decir romántico es hablar de paisajes conmovedores, de identidades condicionadas por remotos pasados, de ancestros coronados por virtudes sin término y desenfrenos sin fin, de bellezas enmarcadas en tétricos contornos, de conmociones telúricas que afectan a todo lo humano, de pasiones de hondura indescifrable.
    Y los músicos románticos llevan hasta el extremo todos estos rasgos, amparándose en los aspectos oníricos y simbólicos, hasta llegar al estallido de lo sublime, que no es sino el estremecimiento que se deriva de la colisión entre el placer estético y el temor a lo desconocido o prohibido.
     Desde que Mozart destrozase con “La Flauta Mágica” el paradigma del “bel canto” italiano —en el que el universo operístico giraba en torno a los gorgojitos de los cantantes—, desde que Beethoven fijase con su “Fidelio” las bases del nuevo modelo romántico y Weber lo consolidase con “Der Freischütz”, la aparición de un personaje como Wagner no solo era una necesidad histórica en el terreno del arte, sino también un corolario que daba sentido a la obra de sus predecesores.
     Claro que no faltan desde un lado quienes quieren apropiarse de la totalidad del movimiento romántico, ni desde el otro quienes ven la cruz gamada detrás de cada verso de Hölderling. Pero de eso no tienen la culpa ni el romanticismo, ni Friedrich Hölderling, ni Richard Wagner.
     Entra, pues, Wagner como un huracán en el panorama musical europeo del siglo XIX, como resultado ineludible de una transición artística que ha convertido el manierismo en cenizas y, superando la rigidez del corsé neoclásico, ha ensalzado lo trascendente y lo sublime hasta la cumbre del pensamiento y de la creatividad. Es sobre estos cimientos ideológicos que Wagner edifica su “obra de arte total”, como él mismo calificaba a su producción operística. Eso sí, amparado por la ayuda intelectual de su amigo Friedrich Nietzsche y por la ayuda económica de su mecenas Ludwig II de Baviera.
     Pero, ¿qué es para él mismo la “obra de arte total”? Pues la conjunción de tres elementos artísticos en un solo escenario: La aparición de una música envolvente que no da descanso y secuestra el tiempo. Una trama teatral cuyos héroes muestran sus dudas y se preguntan sobre la esencia de su propio ser. Y unos decorados cuya grandiosidad y textura de color no logran ocultar todo lo admirable y ominoso que hay tras ellos.
     De la unión sincrónica de tales componentes nacen las primeres óperas de Wagner, cuya belleza, dramatismo y tono épico desbordan las defensas del rey Ludwig, que cae rendido ante la extraordinaria fuerza poética del músico. “El Holandés Errante”, “Lohengrin” y “Tannhäuser”, con sus héroes individuales y colectivos, hacen que el pobre Ludwig viva de forma vicaria las grandes epopeyas que jamás él podrá realizar, pues su carácter es más bien melindroso e irresoluto. Y de su fascinación surge la generosa base financiera que hará posible la ejecución de la obra maestra de Wagner, “El Anillo del Nibelungo”.


     En esta obra, resumiendo mucho, el amor prohibido que une a Brunilda y Sigfrido, descendientes directos ambos del dios Wotan, desencadenará la ruina de los acaparadores del oro del Rhin y la muerte de los dioses, cuyo palacio, el Walhala, es incendiado por la vengativa valquiria, que se autoinmola en el fuego para eliminar por completo su estirpe.
     Quince horas de emociones trepidantes, de sensaciones turbadoras, de agitados desenfrenos estéticos. De temblor y febriles sueños.
     ¿Quince horas? No hay conocimiento sin esfuerzo. Ni rosas sin espinas.

Publicado en Diario Lanza el 31 de Agosto de 2011

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