domingo, 25 de octubre de 2009

Frenández Menor, Juegos de Luz y Color

ESPIRALES ELÍPTICAS
              Juegos de Luz y Color
                                              Por: Francisco Chaves Guzmán

     Para comprender la obra de José Ángel Fernández Menor no es disparatado comenzar por oírle decir, trascendente y concentrado: “mi perro se llama Perro”. Porque esta frase no es una salida graciosa ni un pleonasmo. Aparte de que, en realidad, su perro se llama Perro, y que no es lo mismo ser que llamarse, dicha frase tiene valor proverbial, ya que nos ilumina sobre dos características del estilo del poeta-pintor, el humor y la concisión. Porque, ¿qué necesidad tiene nadie de llamar a su perro Aristófanes, por citar un nombre cualquiera?
     Del mismo modo que su perro se llama Perro, su pintura se llama Pintura y su poesía lleva por nombre Poesía. Con mayúscula. Más allá de tendencias, modas o escuelas. Porque toda su obra creativa denota fuertes dosis de personalidad y carácter.
     Cuando hace algunos años, armado con una cerilla y una lata de gasolina, en un descampado de La Poblachuela, condenó a la hoguera buena parte de su producción última hubo quien lo vio como un iluminado, preso de juvenil piromanía. Incluso varios bienintencionados vecinos rescataron de las llamas algunos de sus cuadros. Pero, lejos de un arrebato, aquella ceremonia llevaba en sí misma la profundidad de un ritual. Purificada por el fuego, era su propia idea de creación la que ardía, para procurar así un resurgimiento, un renacimiento de su condición de pintor. Aquella misma noche, cuando las pequeñas ascuas aún revoloteaban por los caminos, un Fernández Menor limpio y renovado volvía a sus instrumentos de trabajo para iniciar una nueva etapa en su labor artística.
     He citado deliberadamente La Poblachuela. Porque es allí donde Fernández Menor confiesa haberse hecho pintor, atraído por la poesía que emanaba de sus atardeceres. Azules, naranjas, amarillos, ocres, blancos, rojos se complementan en el cielo de manera irrepetible cada puesta de sol. Esta interna excitación estética le ha llevado a una relación íntima y amorosa con la llanura manchega. Con los paisajes, huertos, rocíos, fogones y gentes.
     En ese arrobamiento ante los juegos de luz que preceden al crepúsculo hay que buscar otra de las características de su estilo. Se refiere al tratamiento del color, pues considera él mismo que el arte radica en su cuidadosa manipulación para dar vida a los objetos. Tanto en el retrato como en el paisaje utiliza colores fuertes, vivos, muy contrastados, de una radicalidad feroz —cercana al fauvismo de André Derain— y de una vitalidad desestructurada —en la línea del futurismo de Carlo Carrá—. Lo que permite que los objetos adquieran connotaciones aparentemente lejanas a su propia naturaleza, pero que, en realidad, no hacen sino multiplicar sus capacidades expresivas de cara al espectador.
     Si tenemos en cuenta que Fernández Menor considera que cualquier superficie es apta para plasmar su pintura, que cualquier material puede suplir al óleo o a la acuarela y que cualquier utensilio es capaz de estar a la altura del pincel y la espátula, habremos obtenido el retrato de un pintor tremendamente moderno, no anquilosado, valientemente innovador. Un pintor en el que clasicismo y vanguardia se unen de forma casi musical para pergeñar una obra de arte personal y sugestiva.
     A todo esto es preciso añadir que el pensamiento artístico de Fernández Menor se basa en tres axiomas fundamentales. Primero, que el artista debe disfrutar de una absoluta libertad de creación. Segundo, que el deber ineludible del poder político es el fomento de la cultura. Y tercero, que un pueblo culto es un pueblo libre, educado, pacífico y próspero.

    
Publicado en Diario Lanza el 23 de Octubre de 2009
 


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