La Mirada Creativa
Por: Francisco Chaves Guzmán
He defendido siempre que la calidad de un artista no viene determinada por el virtuosismo técnico, sino por la capacidad que su mirada tenga para captar la realidad que lo circunda.
Este párrafo introductorio me da pie para decir que, según los parámetros que personalmente valoro, considero a Inocente Blanco de la Rubia como un excelente comunicador de emociones, lo que en mi caso equivale a considerarle un excelente artista.
Sino también, y sobretodo, por su capacidad para imbuirse del mundo que le ha tocado vivir, del pasado huidizo y del presente fáctico. En suma, por las innegables muestras que ofrece de “saber mirar”.
Pero este “saber mirar” no es nunca una casualidad, no nace por generación espontánea. Muy al contrario: es consecuencia de una receptividad que ancla sus bases antes que nada en la percepción —poniendo en juego los sentidos— y luego en el conocimiento —tamizando la información sensorial por medio de voliciones y afectos—. Es decir, que el artista se hace a través de resortes que ponen a prueba su sensibilidad y su voluntad, que son, a la vez, la piedra angular de su relevancia.
Así, el templo del arte que ha edificado Inocente Blanco se levanta sobre cuatro columnas: La espiritualidad —que no se debe confundir con religiosidad ni misticismo— del Extremo Oriente, personificada en las enseñanzas del pintor Shintao. La perspectiva que alumbraron los grandes maestros del renacimiento Italiano. Las revolucionarias aportaciones del Arte Moderno, especialmente las elucubraciones plásticas de Matisse y Cézanne. Y los silencios y luces, siempre renovados y sugestivos, del Campo de Calatrava.
Esta luz y este silencio son dos de las preocupaciones máximas de Inocente Blanco como artista. También lo es el vacío, como semillero de luz y de plenitud. O el ser humano, siempre presente en sus cuadros, aunque no esté directamente representado. O la naturaleza, tan maltratada, al final triunfante de todas las insidias. Y la memoria, sustento final de toda su obra.
Es precisamente en la memoria donde echan raíces sus dos grandes series, “Paisajes Imaginarios” y “Paisaje y Arquitectura”, pues sus cuadros no son copias del natural, sino rememoraciones de lo vivido, reconocimientos íntimos, apropiaciones esenciales, simulaciones imprescindibles, fructíferos diálogos con los campos de su infancia y con los sueños de madurez.
Para él, que entiende la pintura como un dibujo manchado de color, para quien el impulso creador es la rueda que mueve su existencia, que considera que el arte es siempre un retrato interior, existe una exigencia ineludible: la exigencia de un enorme respeto por la naturaleza y por el ser humano. Para que “las culebras de la memoria”, en palabras de nuestro gran poeta Félix Grande, “no te espanten el espejo”.
Publicado en Duiario Lanza el 19 de Octubre de 2009
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