ESPIRALES ELÍPTICAS
La Censura Insaciable
Por: Francisco Chaves Guzmán
Coincidiendo con el comienzo del curso escolar en Estados Unidos, había estos días preocupación en ambientes intelectuales por los intentos cada vez más frecuentes que allí se producen de impedir que algunos libros estén a disposición de los alumnos en colegios e institutos. Me han llegado como ejemplos de persecución obras tales como “Un Mundo Feliz” de Aldous Huxley o “Huckleberry Finn” de Mark Twain, peligrosísimos artefactos subversivos.
Yo no creo que haya que rasgarse las vestiduras: la actividad pasada y presente de los censores no conoce descanso y el futuro les deparará sin duda motivos sobrados para esmerarse en su cruzada. Es más, tiene sus ventajas: pues al menos ellos tendrán que leer los libros que consideren peligrosos, lo cual es un buen punto de partida, y, además, su celo implacable pondrá a los posibles lectores sobre la pista de qué libros merecen la pena. Ya nadie podrá escudarse en el desconocimiento para no leer a Huxley o Twain.
Pero seamos serios y dejemos la ironía apartada. Lo peor de la Censura —que se escribirá siempre con mayúscula por ser una institución provecta y de gran raigambre— es su insaciabilidad. Vamos, que empieza por acosar a los que ponen en solfa el orden establecido y, haciendo gala de glotonería, intenta devorar como postre hasta los cuentos infantiles. Nadie lo tome a broma: los censores de última generación consideran herida su sensibilidad por los desmanes que Sirenitas, Cenicientas y Pulgarcitos provocan entre los más pequeños.
Ahora bien, si los objetivos de la Censura son uniformes y radican en truncar la existencia de todo pensamiento que incomode a los censores, los métodos de que se sirve varían y se alternan según las conveniencias que dicta el momento histórico en que se produce. Es decir, que los caminos que recorre la acción de censurar también pueden llegar a ser inescrutables, como el malévolo talento de artistas y escritores, que no paran de provocar su escandalizada ira.
Existe, como todo el mundo sabe, la Censura pirómana, que consiste en escenificar las llamas infernales metiendo en la hoguera a libros y literatos, magnífico espectáculo de “luz y sonido” que se ofrecía al populacho en las plazas públicas como compensación por haberle condenado al analfabetismo. Generadora de grandes cantidades de adrenalina, es el sueño recurrente y referencial de todo censor en activo o jubilado. Y ha producido tantas ignominias que sería injusto citar algún ejemplo.
Y también la Censura burda, propia de aficionados con pocas luces, que suele motivar grandes rechiflas y chascarrillos sin límite aprovechando que carece de elementos trágicos. Como la del policía local que confiscó en una librería cacereña una reproducción de la Maja Desnuda de Goya por atentar contra la moral. Y se quedó tan fresco y convencido de haber llevado a cabo un acto heroico.
O la censura sofisticada, cuyos agentes presumen en elegantes cenáculos de haber degustado las obras que el vulgo, falto de formación, jamás debería leer. Como Menéndez Pidal, cuando decía que “El Satiricón” únicamente debería estar permitido en latín, pues era tal su calidad literaria que constituía un crimen cultural el traducirlo. En lo que no cayó el ilustre prohombre es en que la misma sutileza podría aplicarse a Cervantes o Shakespeare.
Y la censura tutelar, clientelista y paternalista, cuyos fogosos próceres ensalzan las obras de sus discípulos y denigran hasta el escupitajo a quienes no lo son. Como ciertas editoriales, para las que no existe otra literatura que la producida en sus “cuadras”, término de su argot con que se designa al conjunto de escritores que tienen contrato de exclusividad con una de ellas.
Y la censura ninguneadora — ¡qué horrible palabro!—, que consiste en menospreciar desdeñosamente aquello que no se conoce o no se comprende o no sirve a los intereses del censor. Instrumento que condena al ostracismo y el anonimato a los escritores que muestran reticencias con respecto al entramado establecido, que siempre se postula como eterno e inmejorable.
Y la peor de todas las clases de censura, la autocensura. Expresión del pánico que todos llevamos dentro y que nos lleva a dejar siempre algo en el tintero, a no utilizar las palabras que querríamos, a modernos la lengua, a no poner ejemplos sospechosos. Porque hay algo aun peor que el que te releguen de la literatura: que te releguen de la vida, del trabajo, del prestigio y del aprecio.
El censor es, pues, un alto personaje, vocacional, exquisito, poderoso, comprensivo, tolerante, eficaz, panoplia de virtudes, dechado de cualidades, arquetipo de templanza, ejemplo de probidad… ¡Y que alguien diga lo contrario!
Menos mal que, como defiende Manuel Rivas, “los libros arden mal”.
Publicado en Diario Lanza el 28 de Septiembre de 2011
miércoles, 28 de septiembre de 2011
jueves, 1 de septiembre de 2011
Wagner, el Arte Total
ESPIRALES ELÍPTICAS
Wagner, el Arte Total
Por: Francisco Chaves Guzmán
Para los nazis, Wagner es un profeta de sus ideas, del triunfo de la raza aria, del imperio de los mil años, del pangermanismo totalitario, del paso de la oca y de los campos de concentración. Para los antinazis, Wagner es el poeta del enemigo, el músico de las marchas militares, el teatrero de las fuerzas reaccionarias.
O sea, que nazis y antinazis están de acuerdo. Naturalmente, están de acuerdo porque no conocen a Wagner o lo conocen muy de pasada. Los primeros se limitan a adorar un estandarte fabricado por sus dirigentes en un momento histórico muy determinado. Los segundos, a escupir sobre el estandarte diabólico de la maldad.
Si unos y otros conociesen a Wagner, y se lo explicasen a sí mismos sin racionalizaciones preconcebidas, es muy probable que continuasen estando de acuerdo, pero en otro sentido: en el de que no es posible atribuir al músico una ideología que no cuadra ni con su obra ni con su vida, como no sea forzando la interpretación de su existencia más allá de lo coherente.
Pues, en realidad, Wagner no es nada más que un artista romántico. Y decir romántico es hablar de paisajes conmovedores, de identidades condicionadas por remotos pasados, de ancestros coronados por virtudes sin término y desenfrenos sin fin, de bellezas enmarcadas en tétricos contornos, de conmociones telúricas que afectan a todo lo humano, de pasiones de hondura indescifrable.
Y los músicos románticos llevan hasta el extremo todos estos rasgos, amparándose en los aspectos oníricos y simbólicos, hasta llegar al estallido de lo sublime, que no es sino el estremecimiento que se deriva de la colisión entre el placer estético y el temor a lo desconocido o prohibido.
Desde que Mozart destrozase con “La Flauta Mágica” el paradigma del “bel canto” italiano —en el que el universo operístico giraba en torno a los gorgojitos de los cantantes—, desde que Beethoven fijase con su “Fidelio” las bases del nuevo modelo romántico y Weber lo consolidase con “Der Freischütz”, la aparición de un personaje como Wagner no solo era una necesidad histórica en el terreno del arte, sino también un corolario que daba sentido a la obra de sus predecesores.
Claro que no faltan desde un lado quienes quieren apropiarse de la totalidad del movimiento romántico, ni desde el otro quienes ven la cruz gamada detrás de cada verso de Hölderling. Pero de eso no tienen la culpa ni el romanticismo, ni Friedrich Hölderling, ni Richard Wagner.
Entra, pues, Wagner como un huracán en el panorama musical europeo del siglo XIX, como resultado ineludible de una transición artística que ha convertido el manierismo en cenizas y, superando la rigidez del corsé neoclásico, ha ensalzado lo trascendente y lo sublime hasta la cumbre del pensamiento y de la creatividad. Es sobre estos cimientos ideológicos que Wagner edifica su “obra de arte total”, como él mismo calificaba a su producción operística. Eso sí, amparado por la ayuda intelectual de su amigo Friedrich Nietzsche y por la ayuda económica de su mecenas Ludwig II de Baviera.
Pero, ¿qué es para él mismo la “obra de arte total”? Pues la conjunción de tres elementos artísticos en un solo escenario: La aparición de una música envolvente que no da descanso y secuestra el tiempo. Una trama teatral cuyos héroes muestran sus dudas y se preguntan sobre la esencia de su propio ser. Y unos decorados cuya grandiosidad y textura de color no logran ocultar todo lo admirable y ominoso que hay tras ellos.
De la unión sincrónica de tales componentes nacen las primeres óperas de Wagner, cuya belleza, dramatismo y tono épico desbordan las defensas del rey Ludwig, que cae rendido ante la extraordinaria fuerza poética del músico. “El Holandés Errante”, “Lohengrin” y “Tannhäuser”, con sus héroes individuales y colectivos, hacen que el pobre Ludwig viva de forma vicaria las grandes epopeyas que jamás él podrá realizar, pues su carácter es más bien melindroso e irresoluto. Y de su fascinación surge la generosa base financiera que hará posible la ejecución de la obra maestra de Wagner, “El Anillo del Nibelungo”.
En esta obra, resumiendo mucho, el amor prohibido que une a Brunilda y Sigfrido, descendientes directos ambos del dios Wotan, desencadenará la ruina de los acaparadores del oro del Rhin y la muerte de los dioses, cuyo palacio, el Walhala, es incendiado por la vengativa valquiria, que se autoinmola en el fuego para eliminar por completo su estirpe.
Quince horas de emociones trepidantes, de sensaciones turbadoras, de agitados desenfrenos estéticos. De temblor y febriles sueños.
¿Quince horas? No hay conocimiento sin esfuerzo. Ni rosas sin espinas.
Publicado en Diario Lanza el 31 de Agosto de 2011
Wagner, el Arte Total
Por: Francisco Chaves Guzmán
Para los nazis, Wagner es un profeta de sus ideas, del triunfo de la raza aria, del imperio de los mil años, del pangermanismo totalitario, del paso de la oca y de los campos de concentración. Para los antinazis, Wagner es el poeta del enemigo, el músico de las marchas militares, el teatrero de las fuerzas reaccionarias.
O sea, que nazis y antinazis están de acuerdo. Naturalmente, están de acuerdo porque no conocen a Wagner o lo conocen muy de pasada. Los primeros se limitan a adorar un estandarte fabricado por sus dirigentes en un momento histórico muy determinado. Los segundos, a escupir sobre el estandarte diabólico de la maldad.
Si unos y otros conociesen a Wagner, y se lo explicasen a sí mismos sin racionalizaciones preconcebidas, es muy probable que continuasen estando de acuerdo, pero en otro sentido: en el de que no es posible atribuir al músico una ideología que no cuadra ni con su obra ni con su vida, como no sea forzando la interpretación de su existencia más allá de lo coherente.
Pues, en realidad, Wagner no es nada más que un artista romántico. Y decir romántico es hablar de paisajes conmovedores, de identidades condicionadas por remotos pasados, de ancestros coronados por virtudes sin término y desenfrenos sin fin, de bellezas enmarcadas en tétricos contornos, de conmociones telúricas que afectan a todo lo humano, de pasiones de hondura indescifrable.
Y los músicos románticos llevan hasta el extremo todos estos rasgos, amparándose en los aspectos oníricos y simbólicos, hasta llegar al estallido de lo sublime, que no es sino el estremecimiento que se deriva de la colisión entre el placer estético y el temor a lo desconocido o prohibido.
Desde que Mozart destrozase con “La Flauta Mágica” el paradigma del “bel canto” italiano —en el que el universo operístico giraba en torno a los gorgojitos de los cantantes—, desde que Beethoven fijase con su “Fidelio” las bases del nuevo modelo romántico y Weber lo consolidase con “Der Freischütz”, la aparición de un personaje como Wagner no solo era una necesidad histórica en el terreno del arte, sino también un corolario que daba sentido a la obra de sus predecesores.
Claro que no faltan desde un lado quienes quieren apropiarse de la totalidad del movimiento romántico, ni desde el otro quienes ven la cruz gamada detrás de cada verso de Hölderling. Pero de eso no tienen la culpa ni el romanticismo, ni Friedrich Hölderling, ni Richard Wagner.
Entra, pues, Wagner como un huracán en el panorama musical europeo del siglo XIX, como resultado ineludible de una transición artística que ha convertido el manierismo en cenizas y, superando la rigidez del corsé neoclásico, ha ensalzado lo trascendente y lo sublime hasta la cumbre del pensamiento y de la creatividad. Es sobre estos cimientos ideológicos que Wagner edifica su “obra de arte total”, como él mismo calificaba a su producción operística. Eso sí, amparado por la ayuda intelectual de su amigo Friedrich Nietzsche y por la ayuda económica de su mecenas Ludwig II de Baviera.
Pero, ¿qué es para él mismo la “obra de arte total”? Pues la conjunción de tres elementos artísticos en un solo escenario: La aparición de una música envolvente que no da descanso y secuestra el tiempo. Una trama teatral cuyos héroes muestran sus dudas y se preguntan sobre la esencia de su propio ser. Y unos decorados cuya grandiosidad y textura de color no logran ocultar todo lo admirable y ominoso que hay tras ellos.
De la unión sincrónica de tales componentes nacen las primeres óperas de Wagner, cuya belleza, dramatismo y tono épico desbordan las defensas del rey Ludwig, que cae rendido ante la extraordinaria fuerza poética del músico. “El Holandés Errante”, “Lohengrin” y “Tannhäuser”, con sus héroes individuales y colectivos, hacen que el pobre Ludwig viva de forma vicaria las grandes epopeyas que jamás él podrá realizar, pues su carácter es más bien melindroso e irresoluto. Y de su fascinación surge la generosa base financiera que hará posible la ejecución de la obra maestra de Wagner, “El Anillo del Nibelungo”.
Quince horas de emociones trepidantes, de sensaciones turbadoras, de agitados desenfrenos estéticos. De temblor y febriles sueños.
¿Quince horas? No hay conocimiento sin esfuerzo. Ni rosas sin espinas.
Publicado en Diario Lanza el 31 de Agosto de 2011
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