jueves, 23 de julio de 2009

Damián Manzanares, el Poeta Ensimismado

ESPIRALES ELÍPTICAS

          El Poeta Ensimismado
                                                  Por: Francisco Chaves Guzmán

     A veces, los versos fluyen del poeta con la naturalidad de las cosas cotidianas, sin visible esfuerzo, mansamente unos días, estrepitosos otros, entre gritos y susurros, con la sonoridad de una cascada o con la paz de un remanso.
     Así es la poesía de Damián Manzanares, palabras en enjambre dibujando cabriolas, que parecen seguir la “Preceptiva Poética” de León Felipe. Porque su poesía nace de un interno fulgor, de una pulsión ignota que utiliza el verso como vehículo, las palabras como cauce y las ideas como mapa. Pero no es verso, ni palabra, ni idea, sino una necesidad vital que se manifiesta a su través.
     Esta es la razón por la que yo no veo en Damián Manzanares lo que algunos críticos ven o dicen ver: un poeta social, un poeta amoroso, un poeta místico. No. Yo en Damián Manzanares sólo encuentro un poeta. Un poeta ensimismado, exiliado en sí mismo. Que vive, sueña y ama al albur de la poesía. En la que su pensamiento, sus lágrimas y su manera de estar son ya poesía.


     Este Doctor en Filología Hispánica, de una destreza depuradísima, no pone su poesía al servicio de la técnica, sino ésta a las órdenes del universo poético que lo anima, de tal forma que sus composiciones resultan de una sencillez exquisita, desnudas de abalorios, de una exactitud casi matemática y de una austeridad casi monacal. Dadas estas premisas, debe quedar claro que sus poemarios devienen plácidos, pero no rigurosos, y exultantes. A quien esto le parezca una contradicción no tiene nada más que zambullirse en ellos para comprobar con qué admirable tino la resuelve. Que no es otro que el de su vitalidad poética, a la que me refería anteriormente, encarnada en versos, palabras e ideas.
     Esta materialización, que no es su poesía, sino la expresión externa de ella, es la que se sirve de la técnica para darla a conocer y crear un puente codificable que la acerque al lector.
     Ahí nace su total desapego por la rima, que utiliza en contadísimas ocasiones, como si la considerase una forma ajena a la poesía, una simple aliteración malabarista que otros emplean para captar y encantar al lector, que se vería atrapado en sus redes. Por el contrario, el ritmo que impone a sus poemas está profundamente estudiado, tal vez porque piensa que música y poesía comparten idénticos principios de belleza y vigor: la versificación en diverso metros, del bisilábico al alejandrino, le sirve para expresar diversos estados de ánimo, alegría y tristeza, esperanza y abatimiento, excitación y mesura. Porque su poesía intimista es un compendio de pasiones, dudas, heroísmo, amor, virtud, tropiezos. Un tobogán de percepciones y sensaciones que lo catapulta a la trascendencia.
     Todo ello es factible encontrar en las páginas de su trilogía Aires Nuevos, que es mi preferida, compuesta por los libros Río de Cielo, En tu regazo y Loas a Vela. Y también en sus posteriores poemarios De celestes amores y Poemas blancos, este último magníficamente prologado por Mari Carmen Matute.
     Creo objetivo añadir que estas líneas son, también, un homenaje a nuestra inveterada amistad. Una amistad no basada en las coincidencias, sino en el mutuo respeto a trayectorias bien diferentes y bifurcantes. Una sana amistad, en las antípodas del amiguismo clientelista.

Publicado en Diario Lanza el 20 de Julio de 2009

martes, 7 de julio de 2009

Jesús Millán, la Danza de los Colores

ESPIRALES ELÍPTICAS

              La Danza de los Colores
                                                  Por: Francisco Chaves Guzmán

     La paleta de Jesús Millán Cueva esconde una gama muy amplia de colores, pero en ella predominan los que son fuertes, puros, abrasadores. Frente a su caballete, se conmueve al ritmo de la música de Brahms, de Mozart, de Chopin, de Albinoni. Y deja que la fantasía vague deslizándose sobre el lienzo virgen, capturando las hermosas imágenes que conformarán la obra. Y es que él jamás comienza un trabajo con una idea preconcebida, sino que se deja arrastrar por los guiños que le devuelve el propio lienzo, con el que guarda una relación de abierta complicidad.
     Creo necesario señalar ahora que la primera vez que visité una exposición de Jesús Millán —hará unos quince años, en el Palacio Medrano de Ciudad Real— tuve la impresión de asistir a un espectáculo de danza, en el que cada uno de los cuadros allí colgados ponía en escena un ballet insondable, de hondas reminiscencias oníricas, tal era la arrasadora fuerza que emanaba.
     Desde entonces me ocurre siempre al enfrentarme a sus obras. Cuando se lo comenté hace pocos días, en lo que fue preludio de este artículo, me miró con ojos incrédulos, como si le estuviese hablando de una pintura para él desconocida: tal vez en ese momento olvidamos ambos que la obra del artista es siempre interpretada según el código del espectador, que el artista es un intermediario entre éste y la idea que lo ha movido.
     Por lo que es muy probable que esa música que a Jesús Millán le gusta escuchar mientras su pincel trabaja continúe viva en sus cuadros, mezclada con el óleo. También que, en cierta forma, las influencias de sus referentes pictóricos —el cromatismo de Mogdigliani y el análisis cubista de Picasso— animen sus lienzos de una manera especial. Aunque dice que sus verdadera influencia y vocación vino de su abuelo Rafael, “un hombre cultísimo y gran artista, que me enseñó a convivir con el arte y la belleza allá en mi pueblo natal, Argamasilla de Alba, durante los años de mi infancia”.

     Y es precisamente su sentido de la belleza el que le ha hecho elegir Almagro como ciudad adoptiva, en cuyos rincones encuentra la necesaria paz estética que permite fluir audazmente sus ensoñaciones, espoleadas por el extraño mestizaje entre la arquitectura monacal y umbría de los Calatravos y la arquitectura jovial y heliotrópica de los Fugger.
     Tal vez este maridaje entre los Calatravos y los Fugger haya servido de caldo de cultivo en el que se han potenciado las características que desde siempre definieron su pintura: el frenético ritmo interno que subyace en todas las composiciones, la refinada sensualidad que brota libremente de las figuras femeninas, la perfecta armonía del color procurando efectos de plenitud, la simbiosis creativa entre las elementales fuerzas de la naturaleza y las sofisticadas de la imaginación, el profundo sentido poético que anima cada uno de sus cuadros…
     No es, por tanto, casualidad que sus ratos libres los dedique a la composición poética. Desgraciadamente, por un prurito de pudor, sus poemas intimistas nunca han visto la luz y se mantienen en el más absoluto de los secretos, cuando bien podrían aportar una visión complementaria a los conocedores de su obra pictórica.


     Jesús Millán, que se define como “paridor de pinturas”, abomina del mercantilismo en el arte (“yo no vivo de la pintura, sino para la pinturas”) y tiene un carácter fuerte, que le lleva a proclamar que “hay que decir siempre la verdad, aunque duela”. Su pintura es verdad. También defiende que la mayor fortuna consiste en tener buenos amigos. Eso es ir con la verdad por delante.
     Y yo, ensimismado espectador, sigo pensando que su pintura es, como decía más arriba, una danza frenética, en que la musicalidad de los colores me lleva a un hondo disfrute estético. Sensación que se acentúa en la contemplación de sus admirables murales.

Publicado en Diario Lanza el 5 de Julio de 2009