Laberinto Iniciático
Por: Francisco Chaves Guzmán
Desde mi primera visita, el Museo Gregorio Prieto de Valdepeñas me sumió en una especie de fascinación que ahora, tras una década e innumerables paseos por sus salas, comienzo a conseguir descifrar.
Ya no me quedan dudas: el Museo Gregorio Prieto constituye un viaje iniciático, que conlleva una catarsis, que tiene como corolario la aparición de una nueva mirada. Una mirada que explica la de su creador: de cuando fui presentado, hace muchos años, a Gregorio Prieto, en presencia de Rosa Chacel, no recuerdo ninguna de las pocas palabras que intercambiamos, pero sí sus ojos, profundos e inteligentes, sosegados y soñadores tras haber hollado tantos caminos.
Así que el periplo vital del pintor fue traspasado a su Museo, que, en realidad, es un Laberinto, al que se debe acudir lleno de valentía y curiosidad. Tan cierta es su condición de Laberinto que al visitante escéptico le puede cerrar el paso, saltando desde un óleo, el mismísimo Minotauro. Que nunca tuvo por misión destruir a ningún Teseo, sino producir en cualquier Teseo un estado de tensión tal que le transmutase en héroe y constructor de civilizaciones.
Ha llegado el momento de traspasar el umbral. Tomemos un camino al azar. ¿Adónde nos lleva? Al Mediterráneo de nuestros ancestros, a Grecia y Roma, a la dorada época helenística. Pasada por el tamiz del poeta Cavafis, a quien Gregorio Prieto rinde un alto homenaje. (Tal vez se oye un grito de asombro). Tabernas, marineros, lupanares y columnas corintias forman un paisaje de sensualidad y erotismo de una limpieza exquisita.
Luego, tras elegir en una bifurcación al azar, como hizo Edipo entre Tebas y Corinto, llegamos a una sala inmaculada, donde se guardan sus obras de adolescencia, los sutiles cuadros impresionistas de El Paular, los rincones de Aranjuez, los paisajes vascos.
Un pasillo tomado en ángulo recto, bajo la vigilancia de arcángeles medievales, lleva a la Cámara Secreta, que sirve como monumento a la Generación del 27. Los retratos que Gregorio Prieto hizo a Cernuda y García Lorca, en una atmósfera de recogimiento. El recuerdo de Vicente Alexandre, Miguel Hernández, Rafael Alberti… no en vano él fue miembro de esa generación, el pintor del 27. (Hay un silencio estremecedor).
Se sale de allí a través de una extensa galería, envueltos por las carcajadas que lanzan desde sus paredes los “collages” alucinatorios, compuestos por vírgenes, desnudos, toreros, pájaros y flores. Es su contribución al postismo, el movimiento artístico de Edmundo de Ory y Ángel Crespo, que habría de señalar la superación de las vanguardias y todos sus “ismos”, asumiéndolas y reverdeciéndolas.
Todo se convierte en un torbellino. Que nos lleva, sin que nuestra voluntad intervenga ya, por bancales sembrados de amorosos maniquíes, jardines ingleses habitados por dibujos de finísimo trazo, bosques de naturalezas muertas donde renacen las obras de los grandes poetas.
Vueltas, vueltas. Ingravidez. Una espiral de sensaciones. Nos creemos perdidos para siempre, engullidos por el abrazo galáctico del Laberinto. Pero no. De pronto se hace la calma. Sin tener conciencia de cómo ha sucedido, nos encontramos ante un óleo grandioso que lleva por nombre "El Centro del Mundo". Su luz, su vigor, su armonía indican que la aventura ha concluido, que frente a él se encuentra la salida del Laberinto, que la respuesta del Oráculo está llena de sentido, que el Minotauro nos traspasó su poder, que el viaje iniciático ha servido para mucho. Que la aventura ha comenzado.
Publicado en Diario Lanza el 20 de Marzo de 2009