sábado, 22 de agosto de 2009

Paco Alberola, un Cómico Delirante

ESPIRALES ELÍPTICAS

                Un Cómico Delirante
                                                     Por: Francisco Chaves Guzmán

     Transparente y llano, dotado de un gran sentido del humor, en constante lucha con su timidez, solidario hasta la extenuación, proclive a la empatía, tolerante, responsable, amistoso…
     Tal sería un retrato de Paco Alberola en su calidad de hombre de la calle, de ciudadano medio. Pero, ¿quién es el Paco Alberola que sube al escenario para transformarse en personaje mágico? Un cómico delirante, un histrión exagerado, un duende malicioso, un irreverente mimo.
     Con sus propias palabras: “lo que pretendo es llegar al corazón de la gente, y para mí es más sencillo y estimulante hacerlo a través del chiste, de la parodia, pues la risa nos hace más humanos y más juiciosos”. Esta es la razón por la que se siente cercano a la comedia y por la que ha interpretado tantos papeles en las disparatadas obras de los Quintero, Arniches, Llopis, Mihura, Paso o Muñoz Seca. Y también explica por qué, en la tragedia, suelen asignarle el personaje del “gracioso”, como el Ciutti del Tenorio, papel en el que brilló especialmente.


     Cabe, pues, imaginar a Paco Alberola en un escenario griego, entre columnas jónicas o corintias, más allá de la orquestra, sobre coturnos de madera y camuflado tras la máscara. Pero no para interpretar las sesudas tragedias de Sófocles o Esquilo, ni tampoco las del avanzado Eurípides, ni siquiera las comedias políticas y maledicentes de Aristófanes. Sino las desenfadadas de Menandro, con sus tipos callejeros de fanfarrones y hetairas.
     Esto es así porque, en la histórica lucha entre lo apolíneo y lo dionisiaco, el actor Paco Alberola ha optado por Dionisos y sus bacantes, lo que lleva aparejado la transgresión y la fanfarria.
     Estas referencias a lo báquico sirven para comprender a Paco Alberola cuando dice: “para mí, el teatro es una droga dura, que me tiene totalmente enganchado, que me ha cambiado la vida y de la cual ya no puedo prescindir”. Y es que el teatro le ha servido para domesticar el miedo y la vergüenza, para perfeccionar la dicción, para encontrar la necesaria confianza en sí mismo. Y para crear, según confesión propia, una bestia interior que se siente feliz cuando es centro de atención de un auditorio. En mi opinión, tal es su adicción que de buena gana convertiría cada calle y cada plaza en un escenario radiante de oropeles en el que improvisar desaforados personajes salidos de su magín.
     Naturalmente, puesto que su vocación teatral fue sobrevenida y casual, Paco Alberola tiene la fe del converso. En términos culturales cercanos cayó del caballo al encontrarse con la compañía “Bohemios”, lo que le abrió las puertas de una galaxia desconocida, y llegó al paroxismo en las filas de la compañía “Amigos del Teatro”, que potenció el encantamiento.


     Y, últimamente, una nueva vuelta de tuerca también inesperada le ha llevado al mundo del cine. Donde ha representado pequeños papeles para los directores Alvar Vielsa y José Luis Margotón. Incluso intervino, junto a Javier Fesser, en “Camino”.
     Pero Paco Alberola es muy consciente de encontrarse en fase de aprendizaje. Confía en que un salto cualitativo en madurez y formación le permita afrontar retos hoy todavía distantes, nuevos registros que completen al actor que nace.
     Entonces será el momento de comprobar en su propia piel de actor que el teatro no es sólo un divertimento, sino también, y sobretodo, un motor de emancipación social y personal. Que la farándula y la bohemia no son sino el envoltorio lúdico de algo muy profundo, muy valioso. Que tras las bambalinas se esconden las pesadillas y las quimeras de la humanidad.
     Yo deseo que las musas Talía y Melpómene le muestren la ruta hacia el dios Apolo, complemento imprescindible de Dionisos.

Publicado en Diario Lanza el 19 de Agosto de 2009

lunes, 10 de agosto de 2009

Manuel Plaza, el Arte Democrático

ESPIRALES ELÍPTICAS

            El Arte Democrático
                                                  Por: Francisco Chaves Guzmán

     En todo ser humano habita, camuflado, el germen de un artista. Esto ya lo proclamaba Nietzsche, en sus memorables páginas dedicadas a la adquisición de la capacidad estética: “el acceso a la experiencia de la belleza es una conquista del ser humano”. De todos los seres humanos: en la contemplación e interpretación de la realidad circundante está latente la posibilidad de admirar lo bello y transformarlo en arte.
     Y lo sabe Manuel Plaza Trenado, para quienes los mejores espectadores de una obra de arte son los niños. Dice: “ve a un museo, observa a qué atienden los chiquininos y sabrás dónde hay arte”. Tal vez porque los niños aún no están influenciados por los juicios y prejuicios de los críticos, los técnicos y los historiadores.


     Puede que sea esta la razón por la que disfruta con la obra de los principiantes, de quienes confiesa aprender tanto como de los pintores consagrados. Sí. Manolo Plaza, el pintor de la serenidad, el estudioso del cromatismo, el analista de la pincelada, admira la espontaneidad y el ingenio de los pintores noveles, de los aprendices. Pienso que tal admiración tiene una relación causal con su dedicación a la enseñanza, tanto en los cursos reglados del Museo López Villaseñor como la que imparte en su propio estudio para alumnos particulares.
     Desde luego, la primera idea que les hace llegar es una sentencia de Umberto Eco: “cada cuadro es distinto del anterior, tiene sus propias leyes y, por supuesto, se cierra en sí mismo. Se cierra físicamente, pero permanece abierto a las reelaboraciones del espectador”.
     Pero, ¿en qué ámbito se mueven las leyes de un cuadro? Manolo Plaza lo tiene claro. En primer lugar que, puesto que la imagen es un engaño, la sensación debe prevalecer sobre la percepción, tanto por parte del autor como del espectador. En segundo lugar que, dado que la sensación es subjetiva, los juicios sobre la realidad y su traducción artística dependen de la singularidad de los actores implicados antes que de la materia objetiva, necesariamente individualizada en los procesos de creación e interpretación. Y, en tercer lugar, como corolario, que la sintaxis de un cuadro es, o debe ser, irrepetible, obedeciendo sólo al camino que dicte la enajenación del autor en el momento de la creación y la enajenación del espectador en el momento de la reinterpretación.
     Sin embargo, en aparente contradicción con lo anterior, el verdadero artista deja indeleble su huella personal, su factura, en toda su obra, de cuadro a cuadro, de época a época, de motivo en motivo. Esta huella, tanto en los artistas plásticos como en los literatos o en los músicos, es la que los hace reconocibles al espectador, por encima de las circunstancias que condicionan la realización de cada una de sus obras.
     Llegados a este punto, habrá que preguntarse: “¿cuál es la huella que define la pintura de Manolo Plaza?

     Aquí es necesario tener en cuenta que él es un ferviente admirador de Giorgio di Morandi y de Ángel Andrade, a quienes considera maestros de la composición y por los que se siente personalmente más influido. También que la mezcla óptica de los colores, propia del Puntillismo, indica el nacimiento de una pintura puramente plástica, por encima de condicionamientos ideológicos. Que considera al Fauvismo, con su explosión de colores fortísimos, un paso adelante en la misma dirección. Que aplaude la iconoclasta revelación del Dadaísmo —¡el Arte ha muerto, viva el Arte!—, defenestrador de camarillas elitistas autocomplacientes y democratizador de la actividad artística, por lo que supone de liberación del academicismo encorsetado y repetitivo. Y que se siente fascinado por la fábrica de sueños que es el surrealismo, en el que las deformaciones están al servicio del conocimiento de la realidad.
     Manolo Plaza plasma en sus obras sus convicciones artísticas: la posible y necesaria coexistencia entre figurativismo y abstracción; la convivencia de la tradición y la vanguardia; la certeza de que la calidad de un objeto no radica en sí mismo, sino en la mirada que lo examina, y, por lo tanto, cualquiera de ellos puede estar en el punto de mira del artista.
     Es en todos estos planteamientos donde hecha raíces su huella, su factura. Porque lo que hace identificable la obra toda de Manolo Plaza es la pincelada producto de un riguroso estudio, la cadencia rítmica que anima cada una de sus composiciones, la atención a las pequeñas cosas, el contraste simultáneo de los colores y la coherencia interna. Y para mí, como espectador atento, una gran sensación de serenidad y sosiego.
     Manolo Plaza, licenciado en Bellas Artes, profesor de dibujo artístico, tras docenas de exposiciones y repetidamente premiado a lo largo y a lo ancho de toda la geografía española, no se cansa de desafiar a cuantos se cruza: “¿Y tú porqué no pintas?”. Como Akira Kurosawa hiciera decir al Van Gogh de su película “Los Sueños”.

Publicado en Diario Lanza el 8 de Agosto de 2009