Monumento a lo Universal
Por: Francisco Chaves Guzmán
En la que fue casa natal y residencia renacentista de Hernán Pérez de Pulgar señorea hoy el aristocrático porte de un obrero del lienzo, de un mago de los espacios, de un ensamblador de las pequeñas cosas.
De la belleza de las pequeñas cosas y de la trascendencia de las ideas grandes. Del gran compromiso. Si Ciudad Real tiene ahora un templo en el que pueden sumergirse las nuevas generaciones de artistas, éste es, sin duda, el Museo Manuel López Villaseñor, desde donde el maestro del trazo y de la composición continúa impartiendo lecciones magistrales, igual que lo hiciera, en vida, como catedrático de la Universidad Complutense.
Mas sépase que para tener acceso a las enseñanzas de Villaseñor no es necesario poseer un cargamento de muérdago, ese talismán diseñado por los cabalistas para encontrar tesoros ocultos, sino una manera de ver. Porque sus tesoros artísticos no fueron concebidos para solaz de una secta de iniciados — ¡que más quisieran los críticos!— sino para seres sensibles y valientes, que careciesen del miedo que impide enfrentarse cara a cara con la realidad.
Pues, aún siendo un pintor vanguardista, sus lienzos son de un realismo estremecedor. Villaseñor se enfrentó a la vida, vio la suya y la de los otros, las plasmó en cada una de sus obras a través de un grito desgarrado, cada vez más rotundo y cósmico. Eso explica su evolución de niño prodigio a desvelador de la infamia y de la tristeza.
Incluso en la paz hogareña, último refugio contra la desolación que lo aprisiona, Villaseñor muestra en los bodegones que no hay rosas sin espinas. Y la sutil belleza de las frutas en sazón está contrarrestada por la crueldad de las flores ajadas, marchitas, preludio de la catástrofe inevitable.
Ahí se forma su paleta siempre rebosante de grises, los ocres desvaídos y mates, los multiplicados ángulos rectos de sus composiciones, el hieratismo decrépito de las figuras que exigen respuestas al espectador. Y los espacios cerrados, las salas de autopsias, la tierra desnuda, los hospitales psiquiátricos, los trenes centroeuropeos de la emigración cargados de humillante hambruna.
Villaseñor fue un testigo directo, un emisario superdotado, un rescatador de memorias. Que nos invita a un viaje a los infiernos dantescos de la marginación, de la decadencia, de la ruina, de la muerte. De la muerte, tal vez, como liberación de la angustia y del sufrimiento.
Y lo hace en el contexto de una extraordinaria audacia formal, adquirida con el mestizaje entre el renacimiento italiano y las vanguardias, en su época de estudiante en Roma. Pues Villaseñor es un pintor nacido en La Mancha, pero no un pintor manchego. No en la acepción provinciana que la expresión muchas veces connota. Antes bien, es un ciudadano del mundo, porque sus preocupaciones y sus técnicas van más allá de las fronteras del terruño y se involucran con las emociones que embargan a todos los seres humanos.
Para quienes han tenido una experiencia enriquecedora lejos de su tierra y de sus vecinos la vuelta es siempre una prueba de amor, pero de un amor no exento de espíritu crítico. Les emociona el olor de los campos, las tonalidades de luz, los sonidos de la noche canicular, los sabores familiares de un guiso, el recuerdo del roce de una piel. Pero les resulta imposible asumir la estructura social de la que una vez se liberaron.
Por todo ello, cualquier futuro intento de convertir en provinciano a este pintor cosmopolita se dará de bruces con la realidad impactante que brota de sus propios cuadros, guardianes también de su actitud vital y de su idiosincrasia. El Museo López Villaseñor es un monumento a lo universal.
Publicado en Diario Lanza el 18 de Junio de 2009