De Nemo a Sandokán
Por: Francisco Chaves Guzmán
Si realizásemos una encuesta preguntando qué características ha de tener una novela para ser considerada “juvenil” es seguro que nos toparíamos con respuestas no sólo diversas, sino también dispares e incluso contradictorias. Lo mismo que nos ocurriría si la pregunta se refiriese a la idea que los entrevistados tienen sobre la literatura en general o sobre cualquier género literario en particular.
Confieso que, desde las almenas de la edad provecta, me resulta ciertamente difícil atreverme a fijar las condiciones que una novela ha de tener para que el adjetivo “juvenil” le pueda ser aplicado. Y también confieso que escribir sobre novela juvenil, cuando lo juvenil en general se desvanece entre brumas, me resulta bastante complicado. Y que el presente artículo es, más que nada, un reto conmigo mismo.
Mas tengo a mi favor haber sido un niño y un adolescente que devoró cuantos libros cayeron en sus manos. Hasta el punto de que mi padre, precisamente quien me había inoculado el gusanillo de los libros, esgrimía como máxima amenaza el dejarme castigado sin leer un par de días. La amenaza surgió efecto y mi comportamiento fue lo suficientemente aceptable, en aquel entonces, como para haber perdido muy pocas tardes de lectura.
Y si le pregunto a aquel niño que yo fui qué hacía que un libro me gustase, ese niño me responde que una novela debe poseer tres características imprescindibles: que tenga un estilo sencillo y ágil, sin barroquismos (el niño lo diría de otra forma); que sea un huracán de emociones preñadas de informaciones nuevas (el niño también lo diría de otra forma); y que el escritor no aproveche la situación con fines de adoctrinamiento (y aquí el niño sí emplearía un vocabulario absolutamente distinto).
También a mi favor está el hecho de que mi curiosidad y mi inconfesable vicio por la lectura—sí, vicio, porque crea más dependencia que las drogas duras: de ahí que tenga tan mala consideración en determinados ambientes— haya propiciado que, de vez en cuando, no pueda hacer frente a la tentación de leer o releer alguna novela juvenil o pretendidamente juvenil, lo que me faculta para opinar sobre el asunto.
Empezaré por decir que la lectura de “La Historia Interminable” me ha causado una agradable sorpresa, pues su carga onírica proponía la activación imaginativa de cualquier chaval que supiese leer —que no son todos—, muy por encima del resto de las novelas de su autor, Michael Ende. Caso muy contrario es el de Jordi Sierra i Fabra, cuyo empecinamiento en mostrar el camino recto, aunque a través de personajes marginales, lo convierte en doctrinario, por mucho que hoy sea el autor más leído en España. Que es lo mismo que le ocurría hace cuarenta años a José Luis Martín Vigil, con la ventaja para éste de que su prosa era de mayor calidad.
Otros autores que se venden como “juveniles” no lo son en absoluto. Tal es el caso de Charles Dikens, cuya especialidad era la novela social con niño, autor de melodramas para llorar a moco tendido. O Walter Scott, cuyas novelas históricas eran tan de baja calidad que se las relegó al consumo juvenil —lo que hay que aguantar, muchachos—. Caso paradigmático es el de Lewis Carroll, pues sus Alicias tenían —y tienen— tantas y tan diferentes lecturas que difícilmente pueden ser asimiladas por un niño. Parecido caso es el de Louis Pergaud, a quien su “La Guerra de los Botones” le ha otorgado un lugar al sol.
Quien sí me parece un autor de excelente novela juvenil es Mark Twain, pues las correrías de Tom Sawyer y Huckleberry Finn son auténticas delicias para las mentes calenturientas de poca edad. O Richmal Crompton, pues el incorrecto —sobretodo, hoy— Guillermo sirve de acicate al sentido del humor de los alevines. Y no digamos Jules Verne, el de los alucinantes viajes por todo el orbe, entrenador de futuros científicos, cuyo Capitán Nemo es el modelo para cualquier relato aventurero. Y, sobretodo, Emilio Salgari, cuyas novelas no sólo se leen, sino que también se tocan, se huelen, se oyen, se saborean… pues son grandes aventuras lanzadas a conquistar los sentidos y la imaginación de los chavales más soñadores. Sandokán y los Tigres de la Mompracem no son sino un ejemplo de lo que en sus páginas puede encontrarse, que es diversión y emoción en estado puro.
Publicado en Diario Lanza el 29 de Marzo de 2010
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