jueves, 12 de mayo de 2011

El Vino de los Poetas

ESPIRALES ELÍPTICAS

                  El Vino de los Poetas
                        
                                             Por: Francisco Chaves Guzmán


     “¡Oh, vino, tú eres el gran guía que, con su poderoso impulso, disipa las penas cotidianas y las conviertes en alegrías!”. Son palabras del persa Omar Kheyyam, insigne matemático, poeta vocacional y bohemio exquisito, siglos antes de que se inventase la palabra “bohemia”.
      Siglos antes de que Kavafis dejase bien claro cuál era su objetivo: “Con los buenos vinos, y entre las bellas rosas, voy a pasar la noche”, pues gustaba de apurar los placeres en las tabernas de Alejandría.
      Yo mismo, hace pocos años, me atreví a publicar un poemario dedicado al vino y al amor: “De tus labios siempre bebo, y de tu boca vendimio, el vino junto a los besos, el jugo de los racimos”. Ya se sabe como son los poetas: capaces de citarse a sí mismos y proclives al desenfreno báquico.
      ¿Hubiese existido la filosofía si en los simposios atenienses hubieran faltado los escanciadores de vino? ¿En qué habría quedado la poesía helenística sin los cuerpos gloriosos y las copas colmadas? ¿Qué sería de la novela francesa sin los tugurios de Monmartre y las tascas del Quartier Latin?

      Naturalmente, estamos hablando del vino que, como un geniecillo promiscuo, adereza las conversaciones, abre las espitas para permitir el intercambio de creativos fluidos intelectuales, de ignotas arquitecturas furtivas. Del vino que, poco a poco, aligera las lenguas, pone alas a los pensamientos, referencia las pasiones y hace claudicar la cobardía. Del vino que invita a volar velozmente entre galaxias de inescrutables ideas, entre misteriosas nubes perladas de figuras exóticas, entre amantísimas conciencias siderales que abarcan lo infinito.
      Y estamos hablando de las tabernas. Lugares sagrados donde no se entra para saciar el hambre ni la sed. Lugares de aventuras irrepetibles, de encuentros auspiciados por los duendes del albur, de saberes vedados, de sigilosas miradas. Lugares no aptos para pusilánimes, pues hay lenguas como dagas, agentes del terror con burdos disfraces, espías de guante blanco. Lugares imprescindibles, pues son rampas para el viaje iniciático que abolirá las cercas, las lindes, los límites.
      Debemos recordar que todas estas palabras en tropel se refieren al vino de los poetas que dibujan cabriolas en papeles de colores, al vino de los amantes en sazón que exigen caricias sigilosas, al vino de los bohemios incorruptos que nunca están sobrios ni embriagados, al vino de los navegantes urbanitas que reman entre los escollos de las delirantes ciudades, al vino de las tinajas bailarinas, al vino de las botellas apátridas. Es necesaria esta puntualización porque hay otros vinos.
      Otros vinos. Por ejemplo, el vino melopeo de las lupercales, propio de mansos disfrazados de salvajes, que acaba regando los guijarros del camino y se venga de los bárbaros iconoclastas enviándoles el rayo destructivo de la resaca.
      O el vino mimado de los soumillers, vistiendo ropajes de exóticas tonalidades y perfumado con aromas enigmáticos, receptor de lisonjas hasta el empalago pero siempre previsible, pues no le está permitido separarse del rumbo trazado y tiene prohibido basar su encanto en lo sorprendente.
      Sin olvidar el vino teatral de los salones y las embajadas, siempre afectado y rodeado de parafernalias sin fin, propenso a miriñaques y engolamientos, a besamanos y reverencias, cercano a la sobreactuación e invento de los abstemios.
      Y también el vino de los negocios, riguroso y disciplinado como un batallón de zapadores, embotellado en acciones de bolsa, espejo del éxito, utilitario y prosaico, incapaz de una pirueta semántica que abstraiga los sentidos.
      Pero volvamos al vino de los poetas, al vino de la luz, al que ensancha el corazón, al vino sabio de las tinajas, al vino mágico de las tabernas, al que se dirigía Juan Alcalde en uno de sus sonetos: “Tu rompes la luz blanca al desatino. Por ti quedan cuerdas las locuras, pues sólo tú nos das… lo que nos quitas”.
      Existen, efectivamente, otros vinos, tal vez complementarios, tal vez necesarios, pero jamás excluyentes. Mas yo amo las tabernas, las denostadas y sospechosas tabernas, las perseguidas y pecaminosas tabernas, donde las palabras adoptan el ritmo de las caricias y el vino tiene la textura de una sonrisa.
      Y, para explicarlo, recabo la ayuda de mi poeta favorito, Félix Grande, una de cuyas grandes virtudes es no andarse por las ramas y que grita con sarcasmo en El Buen Salvaje: “Soy un peligro público que expande la pestilencia de la libertad”.

Publicado en Diario Lanza el 11 de Mayo de 2011