lunes, 26 de abril de 2010

Vampiros Exquisitos

ESPIRALES ELÍPTICAS

                       Vampiros exquisitos
                                             Por: Francisco Chaves Guzmán

     Aunque desde el siglo XVII el príncipe Vlad —una mezcla de historia y leyenda— había conquistado la pluma de ciertos escritores, y algunos cuentos sobre el personaje comenzaban a difundirse por buena parte de Europa, no fue hasta la eclosión del Romanticismo que el mítico vampiro tomó auténtica carta de naturaleza literaria. Goethe y Potocki, además de otros muchos poetas de le época, incluyeron el vampirismo en sus novelas. Pero actualmente la más recordada de todas ellas es “El Vampiro”, de Polidori, sin lugar a dudas a causa de que fue pergeñada al tiempo que el “Frankenstein”, de Mary Shelley, en el transcurso de unas vacaciones que pasaban en Suiza junto a Lord Byron y Percy B. Shelley.
     Este largo periodo de gestación del personaje del Vampiro guarda una gran similitud con el de Don Juan, pues éste también había aparecido casi de incógnito en las cantigas gallegas medievales y tuvo que esperar varios siglos para ser tomado en consideración por los grandes escritores y expandirse después por los territorios lingüísticos de diferentes literaturas.
     Lo cierto es que el Vampiro sentaba bien a la estética y a la ideología romántica, con su gusto por lo medieval, con sus ruinas preñadas de misterios, con el estremecimiento producido por la confluencia de lo bello y de lo sublime sobrecogedor. Pero no del todo, pues el paisaje era connatural a ese movimiento artístico —basta recordar los óleos de Friedrich o de Gericault— y el Vampiro necesitaba espacios cerrados, simas sin luz
     Por tal razón, el Vampiro tuvo que esperar casi otro siglo para hallar el momento adecuado en que mostrarse en todo su esplendor literario, cuando Bram Stocker le adjudicó el nombre de Drácula en una novela de arquitectura perfecta. Pero Stocker no trabajó en el vacío, sino apoyado en un nuevo movimiento pictórico que hundía sus raíces precisamente en el romanticismo, pero prefería los interiores neogóticos a los paisajes abiertos: el Simbolismo. Moreau, Delville, Ensor, Klimt, y Munch, por citar a los más relevantes seguidores de esta corriente artística, habían encontrado el habitat perfecto para el monstruo de las tinieblas.
     Afortunadamente, los mitos literarios no pueden cerrarse en sí mismos. Su propio carácter de mito obliga a los artistas a darles nueva vida acorde con el cambio que traen las vicisitudes de los tiempos. Tal cosa ha ocurrido siempre, y a todos los mitos, y cuanto más universales han sido más secuelas han producido.
     Una, de gran importancia, se llama Lestat, nombre que ha dado Anne Rice a su propio vampiro, casi otro siglo después que el de Stoker. La inmensa saga vampírica de Anne Rice cuenta con docenas de novelas, pero sólo tres merecen alguna atención, “Entrevista con el Vampiro”, “La Reina de los Condenados” y “Lestat el Vampiro”. Esta última es una auténtica obra de arte, de un ritmo trepidante y un análisis exhaustivo del mundo actual bajo múltiples disfraces.
     Por supuesto, el Lestat de Rice se fundamenta en otro movimiento artístico, el posmodernismo, que intenta ser suma y superación de todos los anteriores, manejando a un tiempo elementos románticos, simbólicos, realistas y de todas las vanguardias. Personalmente, no tengo especial sintonía con el posmodernismo, que me parece un batiburrillo de ideas y sensaciones, pero sí el convencimiento de que Lestat va a dar mucho más que hablar de lo que ahora podemos imaginar. ¿Por qué? Porque es un modelo nuevo. Frente al Drácula de instintos primarios, que se alimenta para la supervivencia, corroído por su propia maldad, atroz y deforme, se levanta Lestat. Que le gusta vivir en grandes palacios, rodeado de obras de arte, amigo de las fiestas y de los oropeles, orgulloso de sí mismo, bello, aficionado a los bocados exquisitos.
     Es preciso hacer mención, aunque muy somera, de los cineastas. El “Vampyr” de Dreyer y el “Nosferatu” de Murnau son obras estéticamente perfectas, pero aportan poco de nuevo, como no sea una denuncia de la maldad del poder absoluto. La “Entrevista con el Vampiro” de Jordan y el “Drácula” de Coppola siguen la estela de Lestat y Drácula, pero se limitan a ser superproducciones sin más afán que el espectáculo. Caso distinto es el de Polanski, cuyo “El Baile de los Vampiros” rompe para siempre con el vampiro tradicional. Y también el de Herzog, cuyo “Nosferatu” muestra los primeros signos, aunque aún muy leves, de un vampiro sofisticado. Puede que la influencia de ambos en Anne Rice haya sido más que anecdótica.
     Queda por saber qué tipo de vampiro aportará la literatura en los próximos cien años, pero es seguro que el modelo seguirá mutando y que, sin duda, será sorprendente.

Publicado en Diario Lanza el 23 de Abril de 2010

jueves, 1 de abril de 2010

De Nemo a Sandokan

ESPIRALES ELÍPTICAS

                            De Nemo a Sandokán
                                               Por: Francisco Chaves Guzmán

      Si realizásemos una encuesta preguntando qué características ha de tener una novela para ser considerada “juvenil” es seguro que nos toparíamos con respuestas no sólo diversas, sino también dispares e incluso contradictorias. Lo mismo que nos ocurriría si la pregunta se refiriese a la idea que los entrevistados tienen sobre la literatura en general o sobre cualquier género literario en particular.
     Confieso que, desde las almenas de la edad provecta, me resulta ciertamente difícil atreverme a fijar las condiciones que una novela ha de tener para que el adjetivo “juvenil” le pueda ser aplicado. Y también confieso que escribir sobre novela juvenil, cuando lo juvenil en general se desvanece entre brumas, me resulta bastante complicado. Y que el presente artículo es, más que nada, un reto conmigo mismo.
     Mas tengo a mi favor haber sido un niño y un adolescente que devoró cuantos libros cayeron en sus manos. Hasta el punto de que mi padre, precisamente quien me había inoculado el gusanillo de los libros, esgrimía como máxima amenaza el dejarme castigado sin leer un par de días. La amenaza surgió efecto y mi comportamiento fue lo suficientemente aceptable, en aquel entonces, como para haber perdido muy pocas tardes de lectura.
     Y si le pregunto a aquel niño que yo fui qué hacía que un libro me gustase, ese niño me responde que una novela debe poseer tres características imprescindibles: que tenga un estilo sencillo y ágil, sin barroquismos (el niño lo diría de otra forma); que sea un huracán de emociones preñadas de informaciones nuevas (el niño también lo diría de otra forma); y que el escritor no aproveche la situación con fines de adoctrinamiento (y aquí el niño sí emplearía un vocabulario absolutamente distinto).
     También a mi favor está el hecho de que mi curiosidad y mi inconfesable vicio por la lectura—sí, vicio, porque crea más dependencia que las drogas duras: de ahí que tenga tan mala consideración en determinados ambientes— haya propiciado que, de vez en cuando, no pueda hacer frente a la tentación de leer o releer alguna novela juvenil o pretendidamente juvenil, lo que me faculta para opinar sobre el asunto.


     Así que las lecturas de aquel niño y de este adulto me van a permitir hacer una valoración de algunos autores considerados como prototipos de la novela juvenil, a sabiendas, claro está, que de haber utilizado baremos distintos para el análisis, los resultados serían bien diferentes.
     Empezaré por decir que la lectura de “La Historia Interminable” me ha causado una agradable sorpresa, pues su carga onírica proponía la activación imaginativa de cualquier chaval que supiese leer —que no son todos—, muy por encima del resto de las novelas de su autor, Michael Ende. Caso muy contrario es el de Jordi Sierra i Fabra, cuyo empecinamiento en mostrar el camino recto, aunque a través de personajes marginales, lo convierte en doctrinario, por mucho que hoy sea el autor más leído en España. Que es lo mismo que le ocurría hace cuarenta años a José Luis Martín Vigil, con la ventaja para éste de que su prosa era de mayor calidad.
     Otros autores que se venden como “juveniles” no lo son en absoluto. Tal es el caso de Charles Dikens, cuya especialidad era la novela social con niño, autor de melodramas para llorar a moco tendido. O Walter Scott, cuyas novelas históricas eran tan de baja calidad que se las relegó al consumo juvenil —lo que hay que aguantar, muchachos—. Caso paradigmático es el de Lewis Carroll, pues sus Alicias tenían —y tienen— tantas y tan diferentes lecturas que difícilmente pueden ser asimiladas por un niño. Parecido caso es el de Louis Pergaud, a quien su “La Guerra de los Botones” le ha otorgado un lugar al sol.
     Quien sí me parece un autor de excelente novela juvenil es Mark Twain, pues las correrías de Tom Sawyer y Huckleberry Finn son auténticas delicias para las mentes calenturientas de poca edad. O Richmal Crompton, pues el incorrecto —sobretodo, hoy— Guillermo sirve de acicate al sentido del humor de los alevines. Y no digamos Jules Verne, el de los alucinantes viajes por todo el orbe, entrenador de futuros científicos, cuyo Capitán Nemo es el modelo para cualquier relato aventurero. Y, sobretodo, Emilio Salgari, cuyas novelas no sólo se leen, sino que también se tocan, se huelen, se oyen, se saborean… pues son grandes aventuras lanzadas a conquistar los sentidos y la imaginación de los chavales más soñadores. Sandokán y los Tigres de la Mompracem no son sino un ejemplo de lo que en sus páginas puede encontrarse, que es diversión y emoción en estado puro.

Publicado en Diario Lanza el 29 de Marzo de 2010