miércoles, 6 de enero de 2010

Viajes a la Luna

ESPIRALES ELÍPTICAS

                         Viajes a la Luna
                                            Por: Francisco Chaves Guzmán

     La ilustración que complementa estas líneas bien podría traer a nuestra memoria la obra ingente y apasionante de Edgar Allan Poe y Jules Verne, dos de los escritores del siglo diecinueve más admirados, por motivos diferentes, entre varias generaciones de lectores.
     Sin embargo, es mi intención sacarlos hoy a relucir solamente por su contribución a un género novelesco que lleva muchos siglos desencadenando sueños.

     En mi opinión, ambos escritores, al igual que todos los escritores y pensadores que en el mundo se han significado, son un producto de su época y tratan sus legendarios viajes a nuestro satélite de acuerdo con las expectativas que crea la incipiente revolución industrial y el afán de conocimiento científico que se universaliza tras las revoluciones políticas francesa y norteamericana.
     Sus novelas selenitas deberían ser consideradas como un punto de inflexión entre las precedentes —terreno exclusivo de la quimera y de la sátira social— y las escritas con posterioridad —en las que la Luna se ha ido convirtiendo paulatinamente en un lugar común, en el cuarto trastero y ubicuo de la imaginación—.
     En su “Un Viaje a la Luna”, Edgar Allan Poe, tras unas pocas páginas en las que navega por los tradicionales senderos del misterio y de la fantasía, opta por los inéditos caminos de la plausibilidad científica y el humor negro, que con tanto éxito supo combinar en el conjunto de su obra. Pocas décadas después, desmarcándose de la estela narrativa de Poe, pero participando entusiastamente del paradigma cultural de su tiempo, Jules Verne nos propone en sus novelas “De la Tierra a la Luna” y “Viaje Alrededor de la Luna” una sucesión de escenas aventureras, impregnadas de inteligencia y dinamismo, que pudiesen haber tenido cabida igualmente en el centro de la tierra o en cualquier isla misteriosa.
     La vuelta de tuerca había sido dada: la Luna todavía no estaba en el sótano de la granja, pero ya resplandecía a la vuelta de la esquina.
     En su película “La Voz de la Luna”, el magistral Fellini rueda una fábula muy divertida sobre los métodos de domesticación de la Luna. Pero Fellini laboraba en campo ubérrimo, puesto que la Luna ya había sido domesticada. Poco a poco, los escritores habían comenzado a deambular entre sus cráteres como si hubieran visto allí la luz por vez primera.
     Algunos con bastante respeto: Asimov, padre del academicismo futurista; Copi, impulsor del surrealismo pornográfico; Clarke, predicador del cientifismo moralista. Y poco más, o nada más, digno de reseñar. Con la Luna ya convertida en mera escenografía, han abundado los subproductos de vampirismo galáctico, irremediables sagas esotéricas, melosos desatinos líricos, cantos de imperialismo triunfalista.
    Y, ¿dónde habitan las novelas selenitas de la época dorada, anteriores a la eclosión mediática de Verne y Poe? Pues en las bibliotecas y en las librerías. En ellas, con un poco de paciencia y mucha perspicacia, pueden encontrarse, en las estanterías más recónditas:
     Por ejemplo, la “Historia Cómica de los Estados e Imperio de la Luna”, cuyo autor, Cyrano de Bergerac, había sido un escritor de raza antes de convertirse en personaje dramático por mediación de Edmond Rostand. Este viaje a la Luna, escrito a mediados del siglo diecisiete es una narración tremendamente divertida, plagada de burlas y sátiras, que se correspondía con el espíritu rebelde y reivindicativo del autor. La obra tenía una segunda parte, titulada “Historia Cómica de los Estados e Imperio del Sol”, de similar factura, que suele ser publicada junto a la anterior.
     Pero fue hace ya dos mil años, en el siglo primero de nuestra era, que el mundo helenístico dio una de sus joyas más rutilantes, Luciano de Samosata, a quien la posteridad ha desdeñado por epicúreo y tratado de arrinconar por iconoclasta. Su obra “Relatos Verídicos”, primer viaje literario a la Luna, se lee con extrema fruición y placer, siendo el espejo en el que se han mirado todos los buenos narradores que han osado adentrarse en los vericuetos siderales. Por cierto, sería una pena que cualquier lector desdeñase el resto de su obra, pues cada una de sus páginas es un tratado que ayuda a comprender el mundo, el suyo y el nuestro.
     Buen viaje por los procelosos caminos de la lectura.

Publicado en Diario Lanza el 4 de Enero de 2010